Vemos y sentimos la comunidad


Después de salirme de la ruta y meterme entre esas callejuelas de tierra, siento como si me estuviese transportando en el tiempo hacia otras épocas. Épocas de remera estirada, bermudas y alpargatas con respiradero. Épocas de desaparecer al alba y volver tarde, bien tarde, listo para el baño casi quirúrgico y comida de quedarse dormido sobre la mesa.

Un mercadito de ramos generales, tipo dispensario de pueblo, es una de las pocas referencias que nos dieron para llegar.

Avanzamos esquivando pozos entre eucaliptos gigantes que bordean prolijamente la calle. Un viejo de cuento que monta una bici ídem, nos pasa haciendo fino por el costado derecho del auto y hace un movimiento como demasiado arriesgado, todo para saludarnos con mano bien levantada y boina al viento. Sabe a dónde vamos.

Derecho dos cuadras, una a la izquierda y otras dos a la derecha. El cartel de bienvenida es más bien chico y, como el sol ya se está metiendo, me cuesta ver bien lo que dice. Así que bajo la ventanilla y el aire fresco, que entra como piña, me avisa que estamos ante algo grosso, de verdad. Algo fuera de lo común nos espera ahí adentro.

Mi hermana Hayluz se va a vivir a Brasil. Lo contó hace algunos días en reunión familiar y el murmullo fue inevitable.

Hayluz forma parte de una comunidad que se desvive por dar una mano a adictos que ya no quieren serlo. Una comunidad que propone un estilo de vida simple y familiar a través de redescubrir la oración, el trabajo, la amistad, la fe. Pero a Hayluz no le resulta fácil explicar cómo labura la comunidad. Hay que verlo, hay que sentirlo, nos dice. Por eso estamos acá.

Cruzamos la tranquera y avanzamos muy despacio porque tenemos miedo de romper algo. Porque hay armonía, sobra armonía. Se respira sencillez pero sobre todo armonía, que no sabemos de dónde viene.

Nos reciben el Tano y el Carioca. Los dos son pura simpatía. Los dos se ríen con la boca bien abierta, como si la alegría o la jocosidad pudieran medirse en milímetros cúbicos. Los dos tienen motivos de sobra para revolear tanta buena onda, porque los dos tuvieron un pasado complicado y hoy la vida les guinea un ojo con dedo pulgar para arriba.

Carioca nos muestra los animales que tiene la comunidad y el galpón gigante que están levantando con sus propias manos. Acá siempre se labura, nos dice en un portuñol gracioso. Y si no hay nada que hacer, hacemos un pozo grande y después lo tapamos. Se ríe, pero lo dice en serio.

Tano y Carioca son dos de las casi cuarenta afortunados que la vieron a tiempo e intentan enterrar ese mal paso que dieron. Y lo hacen ellos, porque la comunidad son ellos. La comunidad depende de ellos. Cada uno es tutor del que tiene al lado. El éxito depende del éxito propio pero también del éxito del que está al lado. Y siempre con el Barbas de testigo y a tiro.

Llama la atención la prolijidad, mucha prolijidad por todos lados. Pero prolijidad de quien se mata por lograrla, no una prolijidad por abundancia.

Una construcción blanca y grande -de un estilo que no podría definir- rompe con tanto verde que hay alrededor. Está como salida de contexto. Nos sentimos en medio del campo, como si estuviésemos dentro de una granja amish. Pero es otra cosa, claramente.

Tano y Carioca nos hacen pasar a una capilla, de pisos de madera y decoración austera, que destila una especie de atmósfera de recogimiento obligado.

Uno a uno van apareciendo los miembros de la comunidad, que nos saludan con sonrisa y cejas levantadas, como si fuese un reencuentro y no un vernos por primera vez. Se ubican en sus lugares después de sacarse los zapatos y dejarlos junto a la puerta. El último que entra es el cura que va a celebrar la misa.

Cuando arranca la ceremonia, la conexión es evidente, se palpita. Nosotros, los que la jugamos de visitante, estamos pero no estamos. Los tipos le agradecen al Barbas, bailan. Ellos se mueven y nosotros nos movilizamos. La cosa tiene mucho de coreografía pero también mucho de espontáneo, de natural, de agradecimiento genuino. Cada uno sabe que el esfuerzo es personal pero también que necesita una mano grande de arriba.

El cura abre el juego y cada uno dice su plegaria del día, lo que pinte. Yo voy con un delay de segundos, como en diferido, porque hago foco en el que termina de hablar y trato de imaginarme su vida pasada, lo que habrá repercutido su traspié en su familia. ¿Tendrá familia? Hoy sí tiene una, porque esto parece tener todo lo que necesita una familia.

Termina la ceremonia y nos invitan a cenar. Sale una pizza casera impresionante, preparada desde cero por ellos mismos. Son ellos los que cocinan, los que ponen la mesa, los que la levantan, los que lavan. Son ellos los que se procuran la comida, los que se matan por ganársela.

En frente la tengo sentada a Hayluz, que me sonríe y parece querer desentrañar en qué estamos pensando. Ella ahora está ahí porque es una ocasión de visita. Ella está ahí porque se siente parte de esta comunidad y cree necesario estar en contacto con ella. Ahora se va a Brasil para unirse a un grupo de misioneros y misioneras que quieren abrir misiones para los meninhos da rua, los chicos de la calle. Hayluz está convencida de que es mucho más lo que recibe que lo que da. Hayluz está radiante.

La comida se interrumpe dos veces. En la primera, un tipo petiso, morrudo, tonada paragua, se separa de una de las cuatro mesas grandes y nos explica lo que va a hacer. Busca un cuaderno y nos lee una especie de reporte personal de todo lo que hizo en el día, lo que le salió bien, lo que hubiera preferido hacer distinto. Datos y sensaciones mezclados, mucho desorden, repeticiones, pequeñas confesiones. Silencio profundo del resto que agradece cuando termina.

La segunda pausa es casi al final de la comida. Como si fueran topos que se asoman y se esconden, uno a uno se van parando en su lugar y haciendo un rapidísimo balance de su día, no más de diez palabras cada uno. Piel de gallina.

La sensación es difícil de describir. Una especie de admiración, de que vale mucho más un levantarse después de una caída importante que mantenerse en pie. O mejor dicho, mantenerse en pie después de haberse levantado de una caída importante.

Ya es tarde cuando nos vamos y salimos en silencio. Mientras caminamos hasta el auto, lo único que se escucha en esta noche cerrada es el zumbido del viento que sacude levemente las hojas de los árboles. Hasta que un coro de voces, casi imperceptible, se acerca hasta donde estamos y pasa de largo como si no estuviéramos. Tano y Carioca encabezan el grupo. Le están dedicando al Barbas sus últimos minutos del día.

Estamos a oscuras pero la sonrisa, amplia, de Hayluz es imposible de no ver. Hayluz se prepara para otra experiencia fuerte y nosotros la bancamos a muerte.
.

El shopping es lugar de paso



Todavía ni llegué al estacionamiento pero ya me voy haciendo el bocho y me imagino escenarios posibles. Tengo todo: bolsa original, ticket de cambio, todas las etiquetas puestas, y la pilcha casi tan bien doblada como vino. El papel de envolver no lo pude poner igual porque es imposible.

El cambio de regalo es una fija. Si a nosotros en general nos cuesta un huevo elegir los propios, mucho más difícil es que le dé en el clavo alguien que tiene que elegir para nosotros. Si yo tengo que regalarle algo a mi tía le pifio seguro, porque ¿qué somos, mi tía?

Cruzo las puertas corredizas y lo primero que me pregunto es qué carajo le ve la gente a meterse en un shopping sabiendo que no se va a comprar nada. Qué tiene de copado ir chocándose con otros que ya llegaron de mal humor y que se ponen de peor humor porque los pasillos están hasta la manija y la cosa se convierte en quién pone el hombro más fuerte. Qué tiene de programón caerse con los pendejos que no paran de hacer quilombo y encima manguean todo lo que se les pone delante.

En eso estoy pensando cuando un grito agudo, de falsa emoción, casi que me perfora los tímpanos. Son dos antiguas amigas que por lo visto se reencuentran después de pila de años.

Las minas se saludan onda efusiva. Se saludan y se escanean mutuamente con un paneo vertical que arranca por los zapatos y termina en el peinado. Hablan cordial, recuerdan viejos tiempos, se preguntan por amigos en común, se ponderan entre ellas. Todo de la lengua para afuera, porque internamente se están matando en una mezcla de envidia, indiferencia y ninguneo. Combinan devolución de sonrisa con miradita sobre el hombro. No les puede interesar menos lo que dice la otra. Se despiden prometiéndose un café que nunca van a concretar porque van a pasar otros muchos años sin verse y ninguna lo va a lamentar.

Me dan ganas de biorsi. De lo primero, porque al dos en un shopping no me le animo ni arrastrando un cuadro jodido de gastroenterocolitis. Le dejo un par de monedas al encargado de limpiar porque lo admiro y lo compadezco al mismo tiempo. La baranda es una cosa de locos, ¿será posible que la gente se inspire en un shopping? En un shopping, dejate de joder.

De uno de los cubículos sale un flaco de unos cuarentilargos con un pibito de cuatro o cinco. El pibito lleva gorrito muy prolijo y tiene cara de susto. Y el que te dije, que maneja presupuesto aparte para comprarse quilombos por donde quiera que vaya, se acuerda del powerpoint del martes.

Me le pongo en frente y lo miro fijo al pendejo.

Hola, ¿éste es tu papá?

En el momento que termino de preguntarle semejante pelotudez, me doy cuenta de que no pueden ser más parecidos. Son iguales. Qué boludo, pordió.

El borrego mira a su padre con cara de ¿este no es el tío, no? El padre mide arriba de dos metros y me clava una mirada que me hace imaginar lo que habrá sentido Apolo Creed cuando Ivan Drago lo tenía contra las cuerdas.

Trato de explicarle que justo hace unos días recibí uno de esos correos que hacen terrorismo dándole manija a mitos urbanos siniestros, como el del flaco que se levantó a una mina y amaneció en una bañadera repleta de hielo y con una cicatriz que le daba toda la vuelta porque le habían choreado un par de órganos. Le reconozco que creí que le había puesto ese gorro porque lo había pelado o teñido para llevárselo, cruzarlo por Misiones y venderlo en Brasil.

Al flaco le da pena tenerme ahí diciendo tantas boludeces y le pone un poco de onda.

Pasame el dato que en cualquier momento lo vendo directamente yo.

El alma vuelve al cuerpo pero igual no me olvido de los cuatro o cinco fowarderos compulsivos que dedican tres cuartas partes de su día al Apocalipsis etéreo. Van directo a correo no deseado, ni hablar.

El negocio me cambia la pilcha sin chistar. Una desilusión grande, porque vine con ganas de pelearme con alguien, de armar un escándalo de dimensiones superlativas. Pelearme con la palabra, mi fuerte. La palabra precisa, pero sin sonrisa perfecta. Yendo a las manos no, porque el falso secuestrador me hubiera dado una paliza para el campeonato. El vendedor también.

El patio de comidas está lleno de prisioneros. Prisioneros porque es una especie de campo de concentración, diría Protervo, donde los reos deambulan con sus bandejas, buscan su morfi, y después tienen pavada de desafío: encontrar un puto lugar donde sentarse.

Hay boliches malos, pero malos en serio, que te dan porciones categoría cumpleaños infantil, te cobran los cubiertos, la coca viene aguada y el morfi, bueno, lo dejamos ahí. Lo dejamos ahí, sobre la mesa, porque es incomible. Y estos boliches subsisten porque existen muchos JPP que buscan su ración donde la fila sea más corta. En el ene hache de San Martín y Tres Sargentos, por diez mangos más, se come de puta madre. Un despropósito.

Me voy del patio de comidas tan rápido como puedo porque el patio es para morfar y rajar. Nada de sobremesa.

Mirá que ya no hay muchas cosas que me llamen la atención, pero hay algo que sí. Digo, el tumulto en un local que exhibe cartel gigante de "sale". ¿Sale qué?, ¿sale con fritas?, ¿sale como trompada? Y la gente, pordió, se abalanza sobre las prendas, se la tironean, hacen cola para el probador. Y todo porque hay un cartel que dice “sale”. No se fijan en el precio, no tienen con qué compararlo. No hay oferta, hay sensación de oferta. Y la gente entra como por un tubo.

Me voy del shopping tan rápido como puedo porque el shopping es para comprar o cambiar. Nada de diversión.
.

Sólo para entendidos


Las vacaciones terminaban y el balance no podía ser mejor. Diez días de arriba en una cabaña con vista al lago y a la cima del volcán, y unos pocos días en una posada que ni punto de comparación tenía con la otra pero que también tuvo un gustito especial porque el dueño era un amigo que, cerveza va cerveza viene entre recuerdos de vivencias compartidas, terminó casi regalándonos la estadía.

Habíamos ido con la familia a pleno, que en ese momento la completaban mi mujer, dos criaturas del vientre materno para este lado y otra que esperaba su turno. Eran las vacaciones perfectas. Eran.

No fue la inseguridad ni la sensación de inseguridad la que nos regaló una anécdota para contar. Fue el auto traidor, que decidió pasar a mejor vida cuando recién habíamos hecho los primeros cien kilómetros de la vuelta a casa. Así, sin decir agua va, le dio un toque nihilista a nuestras vidas dejándonos en medio de la nada más absoluta.

Mañana gélida en la ruta y sin señal de celular. Las alternativas no eran muchas. Una, me iba yo a buscar ayuda y dejaba a la embarazada y a la crianza en ese lugar desolado; descartada. Dos, nos íbamos todos pero entonces a la vuelta ya no habría nada que remolcar. Tres, que se fueran ellas y yo me quedaba esperando en la ruta; también arriesgado, pero no había otra.

Cruzamos al sentido contrario y fuimos estudiando el panorama. Primer candidato, torino tuneado, vidrios bajos y cuatro personas meta golpetear la parte de afuera de la puerta al ritmo de una cumbia que era una afrenta a la memoria de Gilda. Pase nomás. Siguiente, un carromato viejo de esos que ya no pagan patente, comandado por una septuagenaria que circulaba con el volante a seis centímetros de la cara. Menos, se nos iba a vencer el seguro antes de que la mujer llegara a la civilización.

La tercera es la vencida, posta. Matrimonio joven, buena onda, se compadecieron y cargaron al resto de mi familia. Muy gambas los flacos, pero no llegaron a entender del todo la situación: como dos tórtolos no pasaron los cincuenta kilómetros por hora porque era la primera vez que iban por ese lugar y todo les llamaba la atención. Hasta paraban para sacarse fotos. Unos capos.

No era de noche cuando llegaron a la estación de servicio pero por ahí andaba la cosa. Mi mujer agradeció, se bajó de un salto y entró al mini shop mientras miraba de reojo a la mujer que salía. Era la septuagenaria.

Intentó comunicarse con la compañía de seguros pero no tuvo suerte: una vocecita de lo más simpática le decía que debía esperar. Y ella esperaba, hasta que se cortaba la comunicación. Una, dos, tres veces. Terminó contratando remolque de otra empresa.

A todo esto, un Grisham tan atrapante como insulso hacía lo suyo para amenizar mi espera. El tránsito no era lo que se llama fluido y hacía un frío importante. Era pura desolación, nada de nada, pasaban uno coma dos autos por hora más o menos. Dejaba el libro, salía del auto, estiraba las piernas, le tiraba piedras a un palo donde imaginaba al mecánico que me había hecho el último arreglo y de vuelta al auto, de vuelta Grisham.

Habían volado casi doscientas páginas más cuando paró un auto detrás del mío. Bajó un flaco desconocido de unos cuarenta y me llamó por mi nombre. Ahí nomás pensé que me había llegado la hora de afinar el arpa. Que me había quedado dormido, pasó un Scania doble acoplado a más de ciento cuarenta y me agarró de lleno. El flaco era bastante parecido a la parca, un poco más feo. Estaba en el horno.

No sé si habré pensado todo eso en voz alta, pero me pareció escucharle decir el tipo algo como que el frío me debió haber afectado un poco. Al toque me miró y me dijo que mi mujer, con quien se había encontrado en la estación de servicio, le había pedido que me avisara que el remolque estaba en camino. No llegué a decirle ni gracias porque salió arando.

La espera se había puesto tan pero tan insoportable que la llegada del remolque me encontró leyendo el manual de instrucciones del auto y jugando a aprenderme las partes del motor. El flaquito no medía más de metro sesenta y caminaba como Billy the Kid mientras se acercaba al auto. Abrió la tapa. Miraba el motor como quien acaba de encontrar un cadáver en el río. Meneaba la cabeza de un lado a otro y demoraba el diagnóstico como esperando que el clímax fuera el adecuado. Estaba por agarrarlo del cuello.

- Está muerto.

Siguió una especie de reflujo y tuve que cerrar la boca para que no saliera la espuma.

- No me digas, pero vos sos un genio.

Le seguí la corriente y le pregunté cuán muerto estaba. Me respondió que absolutamente muerto. Un gurú el enano.

Fue para poner en un marquito la cara de las niñas cuando vieron cómo subían el auto en el camión remolque. Nos costó bastante explicarles que estaba... muerto, absolutamente muerto.

Llegamos al taller de un mecánico que parecía doctorado al lado del otro. Nos dijo que el arreglo nos costaría tres cuartos de fortuna y demoraría una semanita.

El combo del chiste incluyó pasar la noche en un hotel de cuarta, comprar los pasajes más caros para la vuelta porque no había otros, pagar el remolque y, sobre todo, poner cara de feliz cumpleaños como si estuviera todo diez puntos. Pensaba que la situación no podía empeorar, ni en pedo. Hasta que nos avivamos de que el chupete de mi hija había quedado en el auto.

No viene al caso detallar lo que fue viajar con una borrega que lloró catorce de dieciocho horas. Ni tampoco sobre lo cerca que estuve de armar un desparramo con los que le chistaban para que se callara.

En uno de los pocos momentos de no-llanto, en los que sólo se escuchaba algún ronquido y los retumbes de algún ipod al taco, le escuchamos decir, entre sollozos: - se rompió la vaca, se rompió la vaca.

Lo que nos faltaba, que se nos traume la pendeja por ver un accidente.

Nos asomamos por la ventanilla y lo que se alejaba era un camión cargado de vacas con destino al matadero.

Analogía sólo para entendidos.
.

La pantomima del Señor Caverna


Señor Caverna no sabía cómo pedirme perdón. Cabeza gacha, mirada al piso y discurso armado. Que era conciente de que me había cagado como de arriba de un poste, pero que había estado muy bajoneado, con medicación incluida, que su mujer no le hablaba, que su vida era una calamidad.

Y yo respondiéndole que, a esa altura, sus cuestiones personales me importaban tanto como el resultado de la regata quinientas millas del Río de la Plata, categoría optimist timoneles. En otro momento de mi vida lo habría hecho pasar a tomar un café para escucharlo y darle un toque de contención. Aunque en realidad no estoy seguro de si ese otro momento de mi vida alguna vez existió.

Señor Caverna quería que lo invitara a pasar pero yo no le abrí el portón y terminamos hablando de globito, uno de cada lado del cerco, porque quería hacerle sentir el rigor.

Señor Caverna hablaba bajo, pausado, con silencios inteligentes. Quería hacer el papel de víctima pero yo nunca lo dejé porque le hablaba fuerte y le hacía cambiar el tono. Dos vecinos se asomaron para preguntar si estaba todo okey. Con Señor Caverna nada podía estar okey.

A ver si nos entendemos: a señor Caverna no le agarró un ataque de culpa, ni en pedo. Estaba ahí porque, un par de días antes, yo le había hecho llegar una amable carta diciéndole, palabras más palabras menos, que si no me terminaba el laburo le iba a meter una demanda y me iba a ocupar de que nunca más en su puta vida volviera a trabajar. Delirios de grandeza y poder los míos, pero con resultados a la vista: no le dieron las gambas para venir a llorarnos la carta.

Meterse en una obra es cosa seria, che. Lo nuestro fue reciclar una casa que ya no podía disimular sus ochenta primaveras y pedía a los gritos una cirugía general urgente.

La tarea le fue encomendada a Señor Caverna, que al tiempo demostró ser tan cirujano como un estudiante de medicina que anda a los tumbos por el cebecé.

De movida parecía un relojito. Se la pasaba boqueando y batiendo tecnicismos que sonaban de lo más profetas. Nosotros, obvio, nos tragábamos la píldora porque ni puta idea teníamos sobre el tema.

La primera luz se nos prendió cuando Señor Caverna se cayó con la cuadrilla de laburo que nos había vendido como si fuera la que usaron los chilenos para levantar el unicenter. El team arrancaba con un veterano que portaba una sonrisa extra large que me acalambraba la mandíbula de sólo mirarlo, de esos que no se sabe cómo carajo se las arreglan los días que no tienen motivo para sonreír. Y terminaba con una especie de versión gris de Chuck Norris, que en lugar de tirar patadas se dedicaba a cebar mate y levantarse a las empleadas domésticas de la cuadra. De laburo ni hablar.

Le insinuamos al Señor Caverna que, laburando al ritmo de ese dúo dinámico, el calamar iba a clasificarse para la Libertadores antes de que nos entregaran la casa. Y Señor Caverna encontró una solución de lo más inteligente. Contrató a dos ene ene que tocaron el timbre pidiendo laburo. A la final resultó que sus únicos antecedentes en el rubro habían sido pico y pala en el penal de Olmos. Los tumberos se dedicaron a escabiar tres cuartas partes del día, se choreaban bolsas de cal y cemento para venderlas en otra obra, y terminaron apretando al Señor Caverna para obligarlo a pagarles doble indemnización -a pesar de que se rajaron por las suyas- con fierro en el cinturón y al grito de dos gambas o te quemo.

Señor Caverna sabía tener una chata más o menos decente, que había comprado con el acumulado de dos años de laburo. La tuvo hasta que se la chorearon justo el día en que la tenía cargada con seis gambas en materiales, herramientas nuestras y hasta un portón de chapa listo para colocar. No tuvo mejor idea que intentar recuperarla en la villa donde se habían metido los cacos. Lo recibieron con una paliza de colección que le dejó la cara hecha un buñuelo.

Señor Caverna, que no tenía asegurada la chata, acusó depresión y desapareció. Pero desapreció en serio. El veterano le ponía onda pero hacía una cagada detrás de la otra. Sobre todo porque Chuck seguía ejerciendo de macho latino y le huía a cualquier actividad física fuera de eso.

La obra marchaba a ritmo babosa. Ya había pasado tres veces el plazo prometido y ahí lo teníamos aquerenciado a Chuck, que ya figuraba en guía con nuestra dirección. No estuve lejos de hacer la de mi amigo que tenía su obra demorada unos dos añitos: cayó con dos bidones de nafta y le dijo al constructor que tenía quince minutos para dejar el obrador antes de que lo prendiera fuego. Lo prendió fuego y nunca aclaró si fue con o sin constructor adentro.


Señor Caverna seguía ahí, del otro lado del cerco. Me prometió, me aseguró, me repitió que vendría el lunes a primera hora.

No apareció el lunes y pasó un tiempito más sin aparecer, pero todavía le juego unas fichas. Me pareció verlo, pero de verdad, con ganas de redimirse. Va a venir. Así tenga que esperar otras treinta y ocho mil doscientas cuarenta y seis horas, no le pierdo la fe.

.