Felices los pendeviejos



Espectáculo a la gorra en la explanada de la Bristol, epicentro del quilombo más grande que tiene Mar del Plata cada verano.

De un lado el público, que se prende a cuanto show callejero le pones adelante y es feliz porque en vacaciones siempre está todo bien. Y si estas en la feliz, todo el mundo está feliz, muy feliz, y no para de bailar, de bailar.

Del otro lado, unos salseros que se aprendieron tres o cuatro pasos con el manual y que con eso salen a hacerse unos mangos que la gente les da con gusto porque es una bicoca al lado de comprar un ticket para cualquier espectáculo de vedetongas que abundan por esta zona.

Los salseros hicieron su numerito y después pidieron voluntarios para tirarse unos pasos. La consigna era improvisar a partir del ritmo que impusiera la música que salía del parlante.

Pasaron dos parejas. Una de dos pendejos que parecían felices de poder amortizar las clases de salsa y merengue que tomaron durante el año. Con caderas que iban y venían de manera frenética, los pibes terminaron moviéndose bastante mejor que los dueños del show.

La otra pareja eran estos dos veteranos de la foto. No queda claro si sufrían de algún tipo de desorden de hipoacusia o si directamente les chupaba un huevo ir a contramano de la música. La cuestión fue que apenas saltaron a la pista, los viejos tórtolos se enroscaron en este abrazo asfixiante, casi obsceno.

Así estuvieron durante los tres temas que duró el desafío, totalmente abstraídos de los murmullos, risotadas y comentarios del público. Y así demostraron que, en materia amorosa, todavía tienen cuerda para seguir jugando en primera por unos cuantos años más.

Felices los pendeviejos en la feliz.

Al líder carismático lo sigo queriendo



La pendeja lucía remera verde con un logo gigante del Municipio de Tigre. Un logo horrible que inventó Massa cuando asumió y que consiste en una cabeza de tigre de Bengala, que no tiene nada que ver con el felino que bajó por el río sobre un camalote hace una parva de años y que fue justamente lo que le dio el nombre al municipio. 

La muchachita arrastraba una pinta de puntera planera que se le veía a una cuadra. No sólo la mandaba al frente la vincha roja con la inscripción +A 2015, sino mucho más una mirada asesina y altanera que sostenía desde su metro cuarenta de altura. La arrogancia de los que se creen parte del bando ganador. El piercing que le atravesaba de lado a lado la nariz como si fuera la hija de Shaka Zulu, si bien me provocó un pequeño reflujo de acidez, nada tuvo que ver con esta primera impresión. Casi nada.

La doncella avanzaba por la misma vereda que yo pero por el lado opuesto. Yo llevaba una especie de changuito y la mina enseguida supo que íbamos al mismo lugar. Por eso apuró el paso para llegar antes y ganarme el turno. 

El almacén es de esos almacenes bien de barrio. Un poco porque son de los que entrás y te encontrás de todo, desde alpargatas con suela de yute hasta un bon o bon que reposa sobre un mostrador polvoriento y que si lo llevas mejor no le mires la fecha de vencimiento. Y otro poco por el ritmo lento y perezoso que despliegan las dos hermanas octogenarias que lo atienden. Por esto último el apuro de la señorita. Un turno puede ser la diferencia entre volver más o menos en horario y exasperarte hasta límites insospechados ante tanta parsimonia de movimientos y charlas eternas.

Como en el almacén había un solo cliente, teníamos a una de las ancianas atendiendo y a la otra echada sobre una silla de plástico abanicándose con el mismo diario que usan para envolver los huevos frescos. 

La damisela militante sonrió aliviada y satisfecha porque la movida le había salido bien. Ese segundo de ventaja fue determinante. Creo que hasta me echó una miradita de desprecio, como queriendo decir que el vivo siempre gana.

La octogenaria tomó aire y se levantó como pudo de la silla. Se sacó la transpiración de la cara con un repasador y fue a buscar un pan lactal, las papas fritas y la mayonesa que le pidió la pendeja. También le pidió queso fresco, que la señora cortó con una cuchilla gigante y estuvo un rato envolviéndolo lo más prolijo que podía con un papel blanco y chantándole cinta scotch en los bordes como si estuviera armando un paquete de regalo.

En eso estaban cuando el otro cliente terminó y me llegó el turno a mí, antes de que la pendeja terminara lo suyo.

Pedí fiambre. 

La cara de la mina manifestó una leve crispación. Por cómo venía la mano, era de cajón que ella también iba a pedir fiambre, pero el almacén tiene una sola máquina para cortarlo. La pendeja encaró a la vieja que me estaba atendiendo:

- Disculpáme. Yo llegué primera. Así que hacéme el favor y cortáme a mí primero. Después seguís con él.

En otra época más virulenta de mi vida la habría mandado a freír churros y amasar bolas de fraile junto a toda su familia y compañeros militantes. Pero los años pasan y hay que hacer algo para moderar el temperamento.

- Hacé como quieras. Si a vos te parece que te toca a vos, todo bien, dale para adelante. 

Se lo dije sin darme vuelta. No podía mirarla a los ojos. Ni a ella ni al tigre de la remera. 

La pendeja resopló satisfecha y se acercó con paso pesado hasta la cortadora de fiambre, donde la almacenera todavía manipulaba la mortadela para completar los trescientos gramos que yo le había pedido.

- Mortadela no voy a querer. Podes guardarla y poner el queso.

- El queso lo voy a poner cuando te toque a vos, m'hijita. Ahora le estoy cortando al chico y cuando termine con él te atiendo.

Una descarga de euforia me pegó tremenda sacudida y tuve que apelar a recursos extremos para aguantarme la carcajada. La caricia más grande de la señora fue lo de "chico". Y la otra fue sentir la ebullición de la pendeja, que se reseteó automáticamente porque la respuesta de la vieja ni en pedo estaba entre las esperables. Y si me apuras, te digo que hasta el tigre de la remera puso cara de orto.

En principio mi idea era pedir sólo mortadela. Pero terminé pidiendo también fiambrin, queso, paleta, jamón crudo, bondiola y salchichón. Cien gramos de cada uno, porque la demora más grande -fruto de la ecuación edad + movilidad de la señora almacenera- siempre se da en el cambio de un fiambre a otro. La pendeja era una salamandra a punto de estallar. A cada cambio de fiambre era un concierto de chistazos y resoplidos. La vieja inmutable.

Casi veinte minutos duró la joda. Terminé, pedí un par de cositas más y me rajé silbando bajo, con la mirada asesina de la pendeja clavada en la nuca, pero tranquilo como caballo de fotógrafo. Año nuevo, humor nuevo. Y al líder carismático de la muchacha en el fondo lo sigo queriendo. Por lo menos hasta que muera la LED que me regaló por estar al día con mis impuestos.