Lucha de clases cool


La cuchilla del parrillero seguía ahí arriba, como esperando a que su dueño se decidiera a mandarse la cagada de su vida.

Pensé en agarrarla yo para cortar el aire porque, fuera de joda, el clima era una cosa de locos. Había más olor a sangre que al chimi poderoso ése que preparábamos para secar la mayor cantidad de gargantas posible.

Como cualquier sábado de fútbol, la muchachada disfrutaba su tercer tiempo de la mano de un chori, una gatorei o lo que venga. De la parrilla salía todo como trompada, con el vacío-pan haciendo punta.

Master, copáte y sacále un poco de grasa a mi vacío.

Me di vuelta y lo vi a este muñeco guiñándome el ojo buena onda y haciéndome la mímica del corte con mano vertical sobre mano horizontal.

Qué se le va a hacer, el cliente siempre tiene razón por más cara de tilinga garca que tenga. Eso pensaba mientras le decía que más vale, cómo no.

Pero el parrillero, bastante más cerca de un D’elía que de un príncipe de Gales, no se la bancó y le batió que el vacío se come así, que siempre lleva un poco de grasa.

Silencio onda la calma que antecede a la tormenta.

Gordo, dáte vuelta y seguí cocinando que estás para eso. Me gusta sin grasa, lo como sin grasa.

Ya no había retorno. El parrillero se arrancó el delantal, mostró sus seis dientes y ahí nomás le largó un cha-de-tu-ma-te-via-matá.

A esa altura los únicos que no queríamos que se cagaran a piñas éramos los dueños del boliche. Al resto le pareció de lo más pintoresca y cool esa versión de la lucha de clases.

El bocón entró en pánico algo disimulado y con la mirada me pedía a gritos que hiciera algo para frenar a esa bestia.

Salís del boliche y no volvés a entrar, posta que nos conseguimos otro parrillero.

Se lo dijimos con algo de cagazo porque por cómo venía la mano parecía que nosotros también cobrábamos.

Pero el chori maker estaba sacado, como si al mate mañanero lo hubiera mezclado con speed, estaba en llamas.

El grasa que no quería grasa se sintió un poco más seguro cuando vio que al parrillero lo teníamos casi controlado entre cuatro. Y tenía que recuperar terreno para no hacer agua frente a la plastic girl que lo acompañaba. Y entonces la siguió.

¿Qué pasó, te fuiste al mazo en primera mano? Parece que tanta cumbia villera te está quemando la cabeza.

Nu, nu, nu, nu, cómo te equivocaste, diría Irma Jusid con los deditos levantados. El parrillero se sacó la marca de encima y se le fue al humo. Ahí sí tuvimos que intervenir todos, los cuatro dueños, los dos del mostrador, el mozo y hasta el cocinero, el ladrón, su mujer y su amante.

El muchacho palideció de golpe mientras veía cómo se le acercaba esa mole gritándole cosas como por más que tengas un auto importado y una minita de revista no te voy a permitir que le pegues a mi dignidad, que yo me rompo el lomo laburando y no voy a dejar que me gaste un careta que le fuma la guita a su papi.

Momento Rexona. Olor a sangre posta.

Pero el parrillero tuvo un segundo de lucidez y frenó su carrera loca cuando lo tenía al pibe a veinte centímetros y retrocediendo aterrado. No le dimos tiempo a nada y lo inmovilizamos como pudimos.

Y el flaco me miró a mí. Loco, no podés tener gente así laburando con vos, algún día va a matar a alguien.

Se subió al auto, bajó la ventanilla y se animó de vuelta a la puteada fácil y denigrante mientras se alejaba. Un valiente.

Por un momento me arrepentí de haber intervenido. Cuánto más picante habría estado este post.
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Les hice agrandar el combo


Local de comidas rápidas. Así le dicen los periodistas que se las dan de importantes y no quieren nombrar la marca.

El lugar estaba atestado de gente porque viernes a las dos de la tarde siempre es hora pico en... el local de comidas rápidas.

En época de mundial de fútbol es obligación que todo gire alrededor del mundial. Por eso el local de comidas rápidas sorteaba premios afines.

Podías tener mucha suerte y pegar una tele gigante o conformarte con unas camisetas de cuarta, onda las que venden en Carupá pero con el logo de una bebida gaseosa en lugar de algo parecido al escudo de la selección.

Cuando me dieron el combo no le di bola a la raspadita porque me estaba peleando con una cajera piloto automático. Salsa de barbacoa por favor. Disculpe, este combo no lleva salsa de barbacoa. Pero a mí me gusta la salsa de barbacoa con este combo. Disculpe, este combo no lleva salsa de barbacoa. Te compro la salsa de barbacoa, cuánto sale. Disculpe, este combo no lleva salsa de barbacoa.

Algo me hacía pensar que la discusión no iba a ningún lado. O contaba hasta veinte o la mataba. Dudé pero hice lo primero.

Hacéme el favor y llamáme a un camisa celeste. Camisa celeste había presenciado el diálogo y me trajo más o menos veintisiete sobrecitos de salsa de barbacoa.

Después de pasear la bandeja por el inmenso local durante un rato largo, tuve que ganarle la posición a una corpulenta que intentó primerearme el único lugar disponible: banqueta sin respaldo y mirando a la pared que había a medio metro.

Comí a los pedos porque estaba apurado y porque el morfi ya estaba frío. Además, en una casa de comidas rápidas hay que comer rápido. Me fui.

En la oficina me acordé de la raspadita. Me costó encontrarla en el bolsillo porque estaba perdida en medio de boletos de tren, tarjetas personales de gente que nunca pensaba llamar y una estampita del gauchito gil que me habían dado en el tren y que no había tirado porque en el dorso decía que algo terrible me pasaría si me deshacía de ella.

Cuando raspé, lo primero que asomó fue el número 29. TV y pulgadas aparecieron enseguida. También la marca, que no puedo nombrar. Guardé la raspadita y me puse a laburar.

El plan era simple. Ni una palabra a nadie hasta que tuviera la caja boba en mi casa. Difícil volver del papelón de decir que gané algo y resulta que no porque la raspadita era trucha o porque la letra chica decía que el documento del ganador tenía que terminar en un número con raíz cuadrada múltiplo del primer dígito de su fecha de nacimiento.

Me mordí la lengua y esperé al día siguiente. Cuando entré al boliche, sábado a las diez de la matina, había a lo sumo ocho personas que no tenían quién les hiciera el café con leche en su casa.

Me presenté al encargado y le mostré la raspadita dispuesto a encadenarme a la freidora de papas si no me daban el premio.

La cara de orto del flaco del local sólo era comparable ponéle con la que puede pelar un vendedor después de que le hiciste bajar del depósito dieciocho pares de zapatos y no le compraste ninguno.

Es que la idea del encargado era anunciar el premio con el local hasta la manija. Por eso no fue casual que la raspadita ganadora haya salido un viernes a las dos de la tarde.

El flaco hizo un esfuerzo y ensayó una sonrisa tan falsa como la de don Carlos anunciando que blanqueó a todos sus empleados. Invitó a los ocho trasnochados a que me dedicaran un aplauso pero no le dieron ni la hora.

Si pusiera que ahí nomás aparecieron Capusotto y Alberti seguro que nueve de cada diez me creerían. Todo muy loco.

Cargué la tele en el auto y desaparecí.

Nos hicieron la gauchada



El casero estaba a pleno. Nos había anotado en el torneo regional de fútbol 7 que era todo un acontecimiento en su pueblo, Fulton.

Durante los diez días previos se la pasó boqueando sobre el nivel del campeonato y la calidad de algunos equipos que con un poco más de organización podrían estar jugando en alguna liga profesional. Lo decía convencido.

Estaba tan entusiasmado que nos daba lástima bajarnos y por eso agarramos viaje. Éramos los Fernández Orilla -dueños del campo- y dos invitados. Para completar el equipo, el casero nos trajo a un peón de un campo vecino. Casi que hubiéramos preferido jugar con seis.

El día del torneo el pueblo era una fiesta. Todos los habitantes se habían acercado al predio, chamamé al taco, bailes improvisados y mate a rabiar debajo de alguno de los gigantes eucaliptos que rodeaban la cancha.

Nos bajamos de la chata y sentimos como facones esas miradas de acá-llegaron-los-porteños-a-querer-coparnos-la-parada. No sabíamos dónde meternos, el lugar estaba hasta la manija con gente del lugar y de otros pueblos.

Por suerte apareció el casero: vamo muchacho que arrancan en cinco contra el último campeón. Ah, pero sos un fenómeno para armar el fixture.

Salimos a la cancha, que de pedo no tenía una manga y un bebedero en el medio, con el combo short-medias-timbos. No te voy a decir que los de enfrente jugaban en alpargatas pero más o menos.

Nos bailaron durante todo el partido pero por esas cosas del fulbo les ganamos con un gol casi al final del partido. El réferi lo hizo durar como diez minutos más pero no pudieron hacer nada frente a la solidez de Don Carlos, nuestro veterano arquero. Al final lo tuvo que terminar porque tenía que empezar el siguiente. Ni lo festejamos porque nos comían crudos.

Después empatamos los dos siguientes y pasamos a la segunda ronda. Pero antes de seguir, el casero nos invitó a su casa para picar algo liviano.

Arrancamos con empanaditas varias, fiambres y choclos, regado todo con un tinto en damajuana que rajaba la tierra. Mis amigos Fernández Orilla, hombres de mandíbulas malcriar, le daban duro y parejo y yo trataba de seguirles el ritmo. Ya nos habíamos olvidado del torneo.

Don Carlos nos había advertido que nunca debíamos rechazar lo que un hombre de campo ofrece. Nada. Lo seguimos al pie de la letra.

Terminamos el tentempié, que para mi ya equivalía a un almuerzo generoso, y empezaron a llegar las achuras. Cualquier otro día hubiera matado por esas mollejas.

Dale que vienen los chinchu, el riñón y la morcilla. Hay que llenar ese vaso que se nos muere de tristeza. Vamos che, ustedes los porteños no saben comer.

Nos sentíamos dentro de una especie de Hansel y Gretel versión siglo veintiuno. El morfi seguía desfilando frente a nosotros y no podíamos hacerle asco a nada. Ni siquiera al lechón que llegó cuando los ojos casi que se nos saltaban de las órbitas.

Cinco minutos después de terminar estábamos en la cancha otra vez para jugar nuevamente contra el último campeón.

Posta que no nos entraba ni una aceituna pero de alguna manera hicimos lugar y nos comimos seis pepas.

Muy gaucha la gente de campo.

Avatares en lo de Tío Sam (IV)


Lo estaba esperando. En la universidad podés matar el tiempo con bocha de cosas fuera de clase. Cosas distintas a las que hacemos en Argentina o por lo menos disfrutadas de otra manera.

Pero no son muchas las oportunidades que tenemos para destacarnos por encima del resto. Pocas chances de mostrarnos y que digan ah, este flaco es argentino, de una. Así que no la vamos a desaprovechar.

Qué poco me importa que haya doce grados bajo cero o que tenga que salir a comprar pilcha acorde. No, papá, todo eso es naderías al lado de la posibilidad de mostrarle al mundo el talento argento.

La previa es tremenda. Los brazucas no paran de boquear, son insufribles. Hasta los colombianos se prenden como si hubieran hecho algo más que clavarnos cinco pepas in-ior-feis. Nosotros hablamos en la cancha.

Los criollos que nos animamos a los cortos no llegamos a once así que armamos un combinado con cinco tanos, gente con tradición de buen pie y que maman el calcio desde la cuna. Y mientras intentamos entrar en calor, el que parece ser el capanga de ellos me guiña el ojo: non ti preoccupare che li vinciamo sicuro, pane mangiato.

Los cafeteros y los garotos se juntan para armar el otro equipo. Qué lindo, qué lindo, vamos a mostrarles cómo se trata y se mima a la caprichosa. Unos cuantos yanquis se acomodan al costado de la cancha. Perciben que hay promesa de buen soccer. No se equivocan.

No pasan cinco minutos y ya estamos tres goles abajo. Mamita, el peludo que nos están dando roza lo escandaloso. Hay dos garotos que la tienen cosida con tanza. La esconden, la muestran, la vuelven a esconder. Y los colombianos tic-tac-tic-tac, son una cosa de-lo-cos.

Resulta que los tanos parecen no haber jugado en su puta vida en otro lado que no fuera la play. Ni siquiera catenaccio, dejáte de joder. Esto es humillante loco, no nos puede estar pasando. Le podemos echar la culpa al frío, pero los de enfrente deberían sufrirlo el doble.

Y mis compatriotas, sin palabras. Somos treinta y cinco millones y me viene a tocar un puñado de entusiastas que no pueden embocarle a un compañero y que hablan como si fueran técnicos del Barcelona.

Otro gol, y otro, y otro. Esto tiene que terminar, como sea. Veo dos salidas: me tiro al piso y acuso lesión así me rajo y no soy testigo de semejante paliza, o me disfrazo de Giunta y le doy murra a todo lo que se mueva.

Empieza a nevar fuerte y se suspende el partido. Bendición divina. Qué alivio. Uno de mi equipo, argentino obvio, se anima a un justo que estábamos por darlo vuelta. El chabón éste tiene la cara más dura que las piernas.

Ahora habrá que aguantar lo que viene. Los brazucas son de gastada fácil, los colombianos no se quedan atrás.

Hay que lavar esta vergüenza. Para la revancha soy capaz de hipotecar mi futuro y contratar un vuelo charter para traerme a la reserva de Acassuso. Pero lo veo poco viable.

Dos días después estamos ante la oportunidad del ansiado desquite. Enfrente, otra vez, un combinado de brasileros y colombianos, y de este lado uno de argentinos e italianos.

El baile que les damos es de novela, con un repertorio de lujos de esos que llenan los ojos. Yo casi no participo, soy espectador privilegiado. Belleza neneee. El gustito de la venganza no tiene precio.

Qué clara la tienen los tanos en la play.