Felicidad que es parte y es todo


No sé si es real o si es una percepción. No sé si todo este circo es de verdad un circo o si es la película que me hago porque el ánimo bien arriba me tiene a control remoto.

Los que están acá son amigos de toda la vida. No hace mucho que los conocí y no sé si alguna otra vez coincidiremos en este mismo lugar, pero igual son amigos de toda la vida. Sin necesidad de sacudirse, desparraman ese no-sé-qué que me empuja a tirar de la puerta pesada para que pasen los miedos, los sueños, las preocupaciones.

Mi alma gemela también está. Sin ella, este momento no existe. Ella me aísla con la mirada y me hace sonrisa de estar de acuerdo en todo eso que digo con palabras atropelladas.

El tren avanza en un traqueteo ensordecedor, y ya no puedo escuchar más que a esa voz hueca anunciando que ya estamos entrando en la estación. Quiero llegar ya. Todos los que estuvieron dicen que es algo imposible de describir. Yo ya estuve ahí más de una vez y digo lo mismo. Pero cada vez que voy es una sensación diferente. Puedo imaginar lo que me espera, pero sé que ese momento va a borrar de un plumazo el cuadro inconcluso que desde hace un tiempo pinto con la imaginación.

El tren no clava los frenos. El tren intenta un desenlace suave y progresivo para que la llegada no sea abrupta. No lo logra. El plot point llega brusco, como todo plot point, y me descoloca, no hay manera de evitarlo. Todos los que están conmigo se van sin irse. Mi alma gemela no. Ella sólo se corre un poco para que yo pueda avanzar arrastrando toda esa capacidad de asombro que pide pista para derrapar.

Mis amigos vuelven. Me saben embobado pero tienen pasta de sobra para lidiar con alguien así. Para eso son mis amigos.

Como en cada una de las cuatro veces anteriores que estuvimos acá, no hay nada como llegar y encontrar esa pizca de felicidad que es parte y es todo.
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No tengo autoridad moral


El equipo grande, mi equipo, empataba cero a cero con otro tan del montón que ni me acuerdo el nombre.

Llovía como para levantar un arca y ahí estaba yo, solo, entre cuarenta mil desconocidos, saltando y moviéndome para hacerle frente al frío y a la humedad. Al pedo.

El partido era tan horrible que no podía evitar que el bocho estuviera en cualquiera. Repasaba pendientes del laburo y puteaba al francés y a sus amigos -que ya eran casi como mis amigos por eso de compartir tribuna todos los domingos- porque me habían dejado de garpe a último momento.

Cada tanto tenía que desviar la vista porque el viento soplaba de frente y el agua no me dejaba ver una mierda. Y entonces lo vi. El tipo estaba con su hijo de unos seis años, haciendo lo imposible para protegerlo de la lluvia, pero con el pecho bien inflado y luciendo al borrego tipo trofeo. El sueño del pibe para cualquier fanático. Yo quería lo mismo. Pensaba que cuando tuviera un machito lo iba a asociar al club grande antes de inscribirlo en el registro. Pensaba que le iba a comprar vincha, gorro y camiseta antes que el pijamita de Carters.

Todavía faltaba media hora y los pingüinos de punta no aflojaban ni un poco. La pregunta apareció, por primera vez, repentina y artera como un planchazo de lleno en la canilla. Qué carajo hacía yo ahí, cagándome de frío, mientras en casa Tishei y las chancles pasaban una desapacible tarde de domingo entre mates, juegos improvisados y películas infantiles. Capaz que ellas habrían preferido no tenerme cerca para no tener que bancarse el humor de mierda que me agarraba cuando el equipo no andaba derecho. Seguramente.

Más agua, más viento, más insufrible lo que hacían ahí abajo esos once tipos que cobran una fortuna para dar espectáculo y que cobran lo mismo aunque den lástima. La pregunta me seguía dando vueltas como banda de cuzcos que no te podés sacar de encima.

El partido terminó sin que se quebrara el cero y, de salida, navegué en medio de esa marea de gente con quien no tenía nada en común, más allá de esa especie de ceremonia religiosa de dejar a un lado todo lo que es prioritario durante los otros seis días de la semana.

Caminé las diez cuadras que separan a la cancha de la estación de tren, bajo esa lluvia de mierda que ya casi ni se sentía. Los boleteros estaban en onda guantes de seda y ninguno quiso aceptarme el billete porque estaba mojado. No me quedó otra que sumarme a las quinientas personas que viajaron sin boleto porque, ma-vale-pa, los viáticos para la cancha nunca se garpan.

El tren se rompió dos veces. En la segunda nos hicieron bajar, en una estación que no tenía una sola lámpara, porque la formación tenía que entrar en taller. Había un grupete de pibitos inquietos que se cansaron de esperar y entonces decidieron que era hora de afanarle a alguien. De una que me habría sumado a la movida si no hubiera sido yo al que decidieron afanar. Les di el billete mojado y las new balance que moquearon un poco porque habían sido miles los kilómetros recorridos juntos.

Seguía lloviendo. Y el agua logró colarse hasta el cerebro. Y el lavado fue total. Según Tishei también hubo cortocircuito y algunos cables quedaron sueltos, pero ésa es otra historia.

La de ese día fue la última vez que pisé el cemento de aquella tribuna. Fue algo así como dejar de fumar, una decisión repentina pero conveniente. Era eso o la posibilidad cierta de alcanzar un grado de locura que ponía en riesgo la armonía de mi mundo.

El primer pibe llegó un par de años después. La gente esperaba que hasta la medallita de bautismo llevara los colores del equipo grande. No señor, no hubo nada de nada. Cero condicionamiento.

La terapia de desfanatización venía de diez. Hasta el día que recibí esa propuesta indecente que me hizo el juez, tío de mi mujer y enfermo seguidor del equipo de barrio. Tarde de sol a pleno, temperatura un caramelo y un par de entradas que le sobraban fueron suficientes para encontrarme, de golpe, subido en el bólido infernal con rumbo a la cancha de ese equipo de barrio. Un once que andaba a la deriva en la tercera categoría del fútbol argentino, y con serios riesgos de bajar un escalón más todavía. Pero resultó que el equipo de barrio, ese mismo día, arrancó una carrera loca que en cuatros años lo puso en la primera división, en donde viene haciendo campañas más que aceptables.

El juez, cabulero al mango, enseguida interpretó que la levantada se debió a mi presencia. Y no me largó más. Si hacía falta me buscaba, me llevaba, me traía, me esperaba. De locales, de visitantes, a todos lados.

No tardaron en aparecer camiseta, gorro y bandera con los colores del equipo de barrio. Tampoco el carnet de socio. Tishei presenciaba el proceso con un dejo de resignación, como un derrapar inevitable por una pendiente pronunciada.

Hace unos días se enfrentaron el equipo grande contra el equipo de barrio. Picada frente a la tele con el Malevo y Little Jey. El Malevo iba por el equipo grande porque todos sus amigos son del equipo grande. A Little Jey sólo le importaba la picada. Antes de terminar el primer tiempo, el equipo grande se había comido cinco y fue entonces que el Malevo decidió que en realidad le tiene más cariño al equipo de barrio.

Alguien con autoridad moral jamás se lo perdonaría. No es mi caso.

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Salgo con el equipo muleto


Las muletas calzaron justo y quedaron trabadas. La base contra lo que vendría a ser la parte de abajo de la guantera y la sobaquera contra el marco de la puerta del acompañante.

Tishei cogotea para todos lados buscando un hueco para estacionar. Pone balizas y se banca, inmutable, los reclamos histéricos de los impacientes.

No hay un puto lugar. En veinte años la zona creció como forúnculo en el tujes y lo siento como una usurpación. De pendejos hacíamos bici cross -y alguna que otra maldad que rozaba lo satánico- en baldíos donde hoy se levantan edificios con muchos negocios y pocos escrúpulos. De alzar la mano para saludar al afilador de cuchillos pasamos a levantar el dedo mayor para responder a la maniobra temeraria de una mina 4x4 que nos tira la chata encima. Miles de personas yendo y viniendo como hormigas, perfectos desconocidos, productos de una ola de okupas sociales que se diseminó por todo el barrio y lo convirtió en este verdadero hachazo al baúl de los recuerdos.

Termino bajándome en medio de la calle porque no me queda otra. Para destrabar las muletas y salir de ahí, hago un par de movimientos que incluyen todo lo que el médico me mandó no hacer. No sólo apoyo la gamba sino que también la uso como eje de la aparatosa ceremonia que implica llegar a la vereda. No hay con qué darle: el médico es un gran estratega que te tira el concepto pero no te dice cómo carajo cumplirlo en el día a día.

Clavo muletas y me hamaco en un balanceo que no tiene ni un poco de sincronización. Avanzo mirando bien el terreno porque no quiero la del flaco que labura con nosotros. Tuvo la misma lesión que yo y andaba de acá para allá con sus muletas, casi canchereando, hasta que fue a dar con una superficie demasiado lisa y un toque húmeda. El acto reflejo para no apoyar la gamba, después del resbalón, terminó en una fractura de fémur que lo tuvo tres meses mirando el techo y otros tantos sin pisar.

Un flaco que reparte volantes me ve arrastrarme con las muletas y me ofrece volante igual. Le doy una segunda oportunidad de darse cuenta de que no tengo con qué carajo agarrarlo y me hago un poco el boludo mirando para otro lado. Pero el capo sigue ahí, con el brazo extendido, haciendo esa especie de chasquido de dedo contra papel que está buenísimo y que nunca me salió. Entonces le pido que suba un toque el brazo así el pelpa me queda a la altura de la boca y lo puedo agarrar con los dientes. Volantero no quiere ver la ironía y con tal de bajar la pila de volantes, amaga mandarlo nomás y me obliga a mover la cabeza de golpe.

Llego a la puerta principal de la clínica y, justo antes de entrar, me hago el langa y dejo pasar a la niña que viene por el otro lado. Ella me mira de reojo y me pone cara de mejor pasá vos, acompañado de una mueca casi compasiva. Trompada al orgullo que me obliga a actuar rápido: con una muleta me mantengo en pie mientras que con la otra hago un esfuerzo padre para trabar la puerta. La que te dije pasa como un suspiro y me agradece con la sonrisa. Yo le devuelvo otra, bien falsa, mientras la gamba sana me empieza a temblar por la fuerza que estoy haciendo para mantener abierta esa puerta pentágono.

Encaro hacia el mostrador y pregunto por kinesiología. La simpática recepcionista, una especie de ventrílocua que habla sin que se le mueva la sonrisa kolinos, me dice que primer piso por escalera. Lo qué. Me doy vuelta y ahí se despliegan, desafiantes, los setenta y ocho escalones con tres descansos. De lo más práctico.

Un rato después y a fuerza de movimientos espásticos tratando de combinar muletas, resonancia en sobre tamaño baño y pata extendida, llego a una sala de espera que está hasta las manos. Se me hace que es una sala común a todos los consultorios que hay en la clínica, porque hay de todo. Se respira aire de cabaña en Mina Clavero, donde los espacios compartidos son compartidos posta. Donde si hacés asadito ya sabés que hay que compartirlo con los jubilados de la cabaña que tenés a cinco metros.

Antes de sentarme muleteo por un corredor que termina en un mostrador donde se supone que debo anunciarme. La recepcionista está de divertidísima charla con su compañera de pupitre mientras yo pongo cara de orto porque se me cansa la gamba sana. Entonces me acuerdo de cuando la tana Ferro se presentó para la entrevista en el programa de radio, pero la verdad que no me da para armar tanto bardo. Las chicas agotan el tema de conversación y una de ellas me atiende y me manda de vuelta por el corredor hasta la sala de espera.

Me siento en el único lugar vacío, bien pegado a un flaco de unos ventimedios que mata el tiempo con un jueguito del ipod touch que está muy bueno hasta que se da cuenta de que estoy espiando y entonces lo apaga.

Lo único que se escucha son los gritos de los chicos que van, vienen, se caen, se levantan, le hacen caras a la señora seria, agarran una revista y no le dejan una pagina en su lugar, miran desafiante a su madre y vuelven a hacer eso que les acaban de decir que no hicieran. Y se supone que están todos enfermos. Nada que ver con nosotros, que si tenemos medio grado más de temperatura que lo normal no nos podemos ni mover. No, nada que ver. A los pibes es como si les dieran una descarga de dos veinte, no paran.

Uno de los chiquitos se me acerca y se para enfrente. Me mira y mira las muletas. Parece no saber lo que son. Me hago el distraído pero sigue mirando muy serio y como preocupado, como si fueran dos itacas que estoy a punto de usar para abrir fuego contra todos. Se acerca un poco más y cuando ya casi está tocando las muletas, las sacudo de golpe y las hago golpear contra el piso. El pendejo sale corriendo que no le dan las gambas y no se vuelve a mover de al lado de su vieja.

Al lado tengo una señora que no larga el celular ni para decirle a su pibe que deje de dibujar la pared. Y dale con los mensajes de texto, un diálogo silencioso que avanza al ritmo de un timbre insoportable que anuncia la llegada de cada mensaje y de la emoción indisimulable de la señora que festeja con una risita cada una de sus ocurrencias.

Pegado hay otra, de unos cuarenta, que le pega un grito al hijo cada vez que se mueve. Le chista, lo calla, no lo deja vivir. Me pregunto cual será la dolencia del niño además de la madre.

Me llama la atención la mujer que está justo enfrente del televisor. Me llama la atención porque mira sin pestañar un programa aburridísimo, de esos que produce el propio sanatorio con los recursos que tiene a mano y que dan consejos prácticos sobre cuidados de la salud. Aburridísimo.

Cuando escucho mi nombre y me paro para que me atiendan, me cruzo con un conocido que enseguida se interesa por mi lesión y me pregunta cómo fue. Le contesto que lea mi blog y lo dejo hablando solo. Si hay algo que me rompe los huevos -mucho más que mantener una conversación desde Tigre hasta Retiro- es tener que explicar mil veces lo mismo.

Con el kinesiólogo hago una excepción y le cuento. Fractura de platillo tibial con hundimiento, le digo con voz casi melodramática. Al pibe es como si le hubiera dicho que se espera cielo parcialmente nublado con algunas precipitaciones aisladas, le chupa un huevo. Agarra la resonancia, la sacude un poco y la analiza como quien ya sabe lo que va a decir. Mientras no deja de mirar ni por un instante a la mulatona que hace ejercicios al lado nuestro, el tipo prende el cassette y me da una clase teórica de fisioterapia con conceptos que me voy olvidando automáticamente a medida que los voy escuchando.

Lo que sigue no es gran cosa. La rutina de torturarse un toque con los electrodos que te dan una descarga eléctrica y que sirven para desinflamar la zona, la aplicación de magneto que según algunos no sirve para una mierda y los ejercicios que se hacen hasta que te duela y entonces mejor aflojamos. Todo en un clima de cuasi velorio porque estamos todos que nos salimos de la vaina para volver a patear una número cinco. Todos menos el viejo áspero que acaba de entrar puteando al kinesiólogo porque la espalda le duele como la gran puta y porque desde que viene a esta clínica cada vez le duele más.

Mientras encaro toda la ceremonia para hacer pasillo, escalera, puerta pentágono y subida al auto, pienso que mi amigo el capitán tiene razón cuando me dice que no tengo timing. Cuánto mejor hubiera sido el reposo en época de mundial.
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Algún día tenía que pasar


Hoy amanecí en formato pachorra mental. Cuando el remisero pregunta a dónde se dirige el joven, le doy dirección y que tome por donde más lo haga feliz.

El tipo se hace el guapo y me dice que derecho por tres de febrero salimos a panamericana. Tres de febrero es de tierra y con lomos de burro y son como treinta cuadras. Se lo digo pero él es capo filcar y me insiste. Pachorra mental se hace fuerte cuando la exigen y entonces lo dejo hablar. Y entonces me banco las sacudidas, las frenadas, las aceleradas y los saltos. Capo filcar dijo que por ahí es más rápido y quiere ser coherente.

A las quince cuadras ya acepta que la está pifiando. Me doy cuenta porque le cazo justo por el retrovisor esa mirada rápida con gesto de mentón elevado y cejas para arriba. No lo quiere reconocer y me hace el cuento. Que por la avenida es peor. Que la semana pasada fue por ahí y estuvo cuarenta minutos para hacer doscientos metros porque no se puede creer la cantidad de autos que hay en la calle. Que por suerte no todos conocen cómo ahorrar tiempo yendo por adentro y que por eso vamos por adentro.

Capo filcar no para de hablar. Hace zapping de un tema a otro como si se hubiera quedado trabado el botón de ese control remoto que parece no tener función pausa. Seis o siete respuestas con monosílabos no son suficientes para que por lo menos perciba que no hay animus parlandi. Cuando nadie quiere escucharnos, nosotros le hablamos a nuestro otro yo. Ellos le hablan al cliente.

Un tipo serio no prende el ipod porque es una falta de respeto hacia el chofer del coche de alquiler. Yo lamento que se haya quedado sin batería.

La voz de capo filcar ya se confunde con el rechinar de un amortiguador que hace rato pide relevo. El cóctel de sonidos me da ese instante de reflexión y entonces maldigo el momento en que me propuse sacar post todos los jueves. Pachorra mental más rodilla al hombro más baile de laburo me da un jueves sin post. Algún día tenía que pasar.

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