La rodilla teclea pero el lomo está una manteca


Un fondo negro tirando a azul, ideal para aplicar chroma key y poner la imagen que a cada uno le pinte. Ése es el marco donde la cara del Beto flota como dando semicírculos para un lado y para el otro.

El Beto sonríe bien amplio, a carcajadas, y deja ver hasta la última carie que adorna su tercer molar superior. Nunca lo vi tan feliz desde aquella vez que se golpeaba el pecho y sonreía a las cámaras por haber sido testigo privilegiado -y gran hacedor- de mi record prematuro de salto en alto.

Corro las manos que me tapan toda la cara y se hace la luz. La imagen del Beto se borra pero todavía escucho el eco de sus risotadas que suenan a revancha. El Beto está saldando esa cuenta pendiente que no sólo fue el desaire de aquella vez sino que ahora le sumó la humillación de saberse inmortalizado en este blog.

Ya sin Beto por ningún lado, hago foco y veo que unos quince tipos me rodean. Me miran con ceño fruncido y un gesto de empatía que acompañan con varias eses para adentro. Me agarro la rodilla y tanteo si está todo en su lugar, porque me duele como la gran puta. Por unos segundos, los flacos se calzan la bata blanca y empiezan a dar cátedra de cuáles tendrían que ser los próximos pasos para tratar la lesión. Lo dicen con tanta seguridad que casi que me convencen si no fuera porque me están tirando ocho consejos diferentes.

El médico llega como puede, arrastrando una bicicleta que a cada pedaleada se vuelve más y más pesada por las particularidades topográficas del terreno. La doctora Queen habría tardado menos en atravesar todo el Cañón del Colorado, pero es lo que hay. El médico salta de la bici en movimiento y corre a mi encuentro con el botiquín en una mano y el tenedor parrillero en la otra. Parece que las quejas por los precios del torneo obligaron a la organización a optimizar costos, y ahí lo tenemos al médico -un tipo que estudió como un condenado durante mil años- poniéndole chimichurri al choripán casi con la misma pasión que cuando aplica analgésico en zona inflamada.

Por las dudas le pido que deje el tenedor, porque en la volada capaz que se le cruzan los roles y me pincha la rodilla para que el líquido sinovial salte como grasa de salchichita. El tipo quiere dar perfil serio y hace como que no escucha mis comentarios que intentan ser jocosos pero que se pierden en el camino. Lo mismo pasó en mi lesión anterior, un par de años atrás. Cuando apareció el doc, mis compañeros de equipo le preguntaron si era veterinario. Lo decían por mí, no por él, porque sólo un veterinario podía curar a este burro. Pero el doc se lo tomó mal y devolvió la pared con ofensa y silencio.

El médico de ahora apoya el botiquín, se limpia un resto de salsita criolla que le chorrea de la manga y me pregunta cómo fue, qué pasó. Ni idea, pa, no registré el cuadro por cuadro del momento. Apenas si recuerdo la secuencia. Pelota dividida. Dos rivales a igual distancia. Uno de ellos que entierra las gambas unos diez centímetros por debajo del nivel del pasto y el otro que siente el impacto como si hubiera querido trabarle la bocha a un tronco centenario de ombú. Al primero apenas se le desacomoda el jopo y al segundo lo termina atendiendo un médico que tiene que apurarse para que no se le arrebate la bondiola.

En esos primeros minutos siento como si el Ogro Fabbiani me hubiera saltado sobre la rodilla. Tremendo. Pero el médico aplica no sé qué cosa y el dolor baja de golpe. Y me encuentro con que hay como demasiado circo para lo que parece ser una lesión más del montón. No queda otra que hacer un poco de teatro y exagerar un toque la cosa para estar a la altura de todo este quilombo que se armó. Salgo muy despacio apoyado en los hombros de dos rivales que lo único que quieren es tirarme a un costado de la cancha para poder seguir jugando.

Ya del lado de afuera, se me acerca el juez de línea y me pregunta que cómo viene la mano y le respondo sacudiendo la mano que ahí andamos, maso. El partido arranca de nuevo y el juez de línea me sigue dando lata con consejos tipo cuidate que cuando el cuerpo te habla tenés que escucharlo y otras huevadas por el estilo. El cachafaz le da la espalda al partido, se come un orsay grande como una casa y encima amenaza al cuatro con que lo va a hacer echar si vuelve a faltarle el respeto.

Termina el partido y voy derecho a agradecerle al médico porque el calmante hizo maravillas. Y para hacerla completa, le pido que le agregue jamón y queso al lomito que está una manteca.

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Cabalgata al más allá


Hace rato que José de Zer colgó el micrófono y fica recluido en su monoambiente de Chacarita. O tal vez está en algún rincón del universo estelar, secuestrado por alienígenas. Esa es la versión del Chango, su fiel compañero que se hizo famoso en todo el país sin haber salido nunca en cámara porque era el muñeco que la llevaba al hombro. Seguíme, Chango, seguíme.

José de Zer no tuvo sucesor. Hubo un antes y un después de este cronista que en cada aparición parecía morirse de un ataque de asma. Inolvidables transmisiones que no tenían más puesta en escena que esa respiración siempre agitada que buscaba darle dramatismo y suspenso a imágenes confusas que por sí solas no te decían una mierda.

Fue José de Zer quien lo dio entidad al asunto. Fue el que le dio bola a los pueblerinos que aseguraban haber visto ovnis dando vueltas por el Uritorco, el cerro que se levanta pegado a Capilla del Monte, en Córdoba.

El pueblo se revolucionó. Primero con un cagazo padre, lógico, porque no les hacía mucha gracia que Eté y su ballet se pasearan por allí. Pero después vieron luz cuando se dieron cuenta de que la cosa había rebotado fuerte y convocaba a gente de todas partes.

Se armó un circo de novela. Arreglaron el circuito para subir a pie hasta la punta del cerro y, como los curiosos aventureros llegaban a patadas, alguien tenía que alimentarlos, refrescarlos y ensartarlos con algún souvenir alusivo. El que salía como trompada era una especie de gauchito gil que en lugar del poncho rojo calzaba un traje como el que usaba la mujer lagarto que les entraba a los ratones como si fueran canapé.

Para esa época, el Gringo venía de capa caída con su negocio de alquiler de caballos. Los matungos parecían recién salidos de un campo de concentración y para hacerlos galopar les tenías que mostrar un bizcocho de grasa a unos doscientos metros.

Pero con la movida alienígena las acciones del paisano se fueron para arriba como pedo de buzo. El tipo, que de boludo no tenía ni la sombra, aprovechó la volada para organizar cabalgatas al Uritorco. Se vio la trilogía completa de la Guerra de las Galaxias para ponerse en tema y empezó a sacarle jugo. Así, rápidamente pudo enterrar en el pasado aquel percance que tuvo con unos flacos, uno de ellos conocido mío, que le alquilaron tres caballos y le devolvieron dos. Había uno que no la tenía clara galopando en sendero de montaña y terminó al fondo de un cañadón. Nunca nadie supo cómo carajo se salvó el jinete, que bloqueó el episodio por el julepe que lo violó aquel día. Cuando volvieron los otros dos al puesto del Gringo, al pobre le batieron que el tercero se había demorado y estaba al llegar. Todavía lo está esperando.

Con las expectativas renovadas, el Gringo se mandó a imprimir unos volantes que mostraban el dibujo de un caballo totalmente desproporcionado, parado debajo de una especie de plato volador que a su vez emanaba una luz que cubría todo un poblado. Y en letras gigantes, una frase bastante ilustrativa: 'cabalgatas al más allá'. No, pa, aquello era algo que no nos podíamos perder, así que nos prendimos de una. Un campeón del marketing precario el Gringo.

La cabalgata era de dos días porque había que hacer un rodeo grande y llegar a destino por la parte de atrás del Uritorco.

Arrancamos bien temprano. Éramos veinte, entre los que veníamos juntos -unos quince- y cinco fanáticos que estaban en estado alfa ante la posibilidad de algún contacto cercano. Hablaban raro, vestían raro, nos miraban raro. Los flacos venían equipados como si los visitantes se los fueran a llevar de paseo. Para nosotros la cuota supranatural casi que ya estaba cubierta, porque los alienígenas no podían ser muy diferentes a esos androides que venían con nosotros. Para desilusión de la banda, la rubia de Doritos no nos acompañó.

El Gringo había equipado a los caballos con unas generosas alforjas porque, aseguraba, allá arriba estaba llenos de objetos extraños que confirmaban el paso del ovni y que valía la pena llevarlos de recuerdo. El Gringo manejaba data que la propia ciencia desconocía, un capo.

El primer día de cabalgata fue de lo más tranquilo, a paso cansino entre valles con pastizales y algún que otro camino de corniza cuando nos tocó atravesar unas sierras. Lo único que rompió la monotonía en esa jornada de paspadura, fue el palo que se dio uno de los androides cuando levantó demasiado las gambas para cruzar un arroyo y se fue directo al agua. No mucho más.

No nos cruzamos ningún extraterrestre ni nada parecido. Con tanta alaraca previa, pensábamos que el Gringo iba a hacer algo parecido a lo que hacen los buscas que llevan a gente de afuera a pescar al sur y que contratan a un buzo para que le chante un par de truchas en el anzuelo, cosa que el turista no rompa los huevos y se vaya realizado. No sé, capaz que podría haber disfrazado de Eté a algún paisano medio cabezón para que nos hiciera el show y le metiera un poco de pimienta a la cosa. Pero no, nada. Por lo menos no en ese primer tramo.

Justo cuando febo se tomaba el buque y nos dejaba a oscuras, llegamos a un rancho donde se suponía que pasaríamos la noche. Estaba abandonado y, según el Gringo, había estado habitado hasta el día en que sus dueños se las tomaron porque la presencia de ovnis los atormentaba. Al toque de desensillar empezamos a escuchar ruidos que venían de la cabaña. Los androides ya estaban casi entregados. Pero no eran seres de otro planeta los que nos salieron al encuentro, no señor, ojalá. Alguien estuvo unos días antes que nosotros y se dejó algunos restos de basura. Al roedor más chico lo tuvimos que meter en el corral con los matungos.

Nadie durmió adentro de la choza. El Gringo aprovechó el fogón improvisado para arrancar con un repertorio de historias fantásticas, una más delirante que la otra, pero que en ese contexto logró ponernos en clima. El fuego crepitaba intenso y se reflejaba en la cara del Gringo, que por un momento se convirtió en el Narciso Ibañez Menta de las sierras. El tipo acompañaba sus relatos con una música onda new age que salía de las cuerdas de su guitarra y se desparramaba por cada rincón de ese páramo. Los androides estaban que levitaban.

Amanecimos con un principio de hipotermia porque habíamos estado a la intemperie sin mucho abrigo. Mate, bizcochos y otra vez en camino.

A media mañana llegamos al lugar donde supuestamente había aterrizado el ovni. Era una especie de explanada en la ladera este del cerro, con la hierba apisonada y cuatro restos de fogatas que formaban un cuadrado perfecto. El Gringo se sacó la boina y nos explicó que aquello eran las marcas de la nave. Para nosotros eran restos de terribles asados, pero si el Gringo dijo que allí bajaron, palabra santa, lo bancamos a muerte.

Mientras el Gringo hablaba, miré de reojo para donde estaban los androides, que siempre se movían en grupo sin hablarse y sin mirarse. Había cuatro, faltaba uno, definitivamente no estaba. El Gringo se subió de un salto a su caballo y salió al galope después de gritar que aquello podía ser obra de los visitantes. Esperamos como dos horas y no había noticias, ni del Gringo, ni del androide extraviado.

Uno de los que venía con nosotros conocía bastante la zona y nos dijo que sabía de un camino mucho más corto para volver. Lo seguimos de una, todos menos los cuatro androides que seguían como petrificados.

Tardamos tres horas en llegar al mismo lugar desde donde habíamos salido el día anterior. Ahí nos esperaba el ayudante del Gringo, que contaba sacudiendo la cabeza y no le cerraban los números.

Le devolvimos los caballos y le dijimos que el resto venía atrasado, que estaba al llegar.

Buena onda salir de musical


La moza es una monada, demasiado simpática. Nos hace pasar con un exceso de ceremonial que no me cabe ni un poco y nos pregunta cuántos somos. La miro a Tishei y miro atrás nuestro. No veo a nadie más. La moza se ríe bajito y se da cuenta de que la pregunta estuvo de más.

El boliche es bastante más grande de lo que parece desde afuera. Avanzamos por el pasillo central entre mesas que en su mayoría están vacías y nos acomodamos en una para dos. Agarramos la carta al toque y le pedimos a la moza que nos sugiera algo que marche rápido porque hay una hora hasta que arranque el musical.

La verdad que no leí ninguna crítica de la obra. Sólo conozco la historia así como por encima. Pero cuando pasé por la puerta del teatro, hace un par de días, pintó comprar un par de entradas y hacerle una invitación sorpresa a Tishei. Es que no hay con qué darle, soy un romántico incurable. Al menos eso me dijo una compañera de laburo cuando me vio llegar con los tickets.

Y, sí, pasta. De una. Otra cosa no se puede pedir en un fino restó italiano. Los dos platos, según el menú, vienen con salsa a base de crema de leche. Un carajo.

"No trabajamos salsa blanca", me tira la moza casi como ofendida. No, a esta mina no se le cae la cara porque la tiene pegada a la cabeza. Levanto el plato con las dos manos y se lo acerco para que ella misma pueda ver bien de cerca el embalse aceitoso de salsa blanca en cuyas profundidades, se supone, están los ravioles. Me dice otra vez que no. Insisto. Vuelve a negarlo. Canta el gallo.

Decido no pedir otro plato porque no hay tiempo y porque, además, no tengo ganas de que todo el personal del boliche haga fila en la cocina para chantarle un garzo antes de traerlo. El finísimo restó resultó ser tan auténticamente italiano como Stella y Amore, la pareja que es feliz porque puede comprarse de todo con la tarjeta del Santander.

Salimos y todavía falta media hora para la función, pero igual la cola para entrar ya tiene casi una cuadra. Nos sumamos. Es una fila prolija y civilizada, no hay cánticos, no hay amenazas, no hay policía montada que te tire los caballos encima. Un lujo.

Se nos acerca una señora y nos pregunta si queremos colaborar con el mal de chagas. Mi otro yo me hace gestito de silencio hospital justo cuando estoy a punto de preguntarle a la mujer si para eso tengo que criar vinchucas. No veo otra forma de colaborar con el mal de chagas. Ahora, si lo que quiere es combatirlo, bueno, ahí sí lo charlamos. Tishei, que me conoce como nadie, se ve venir la salida inmadura y le agradece rápido con la cabeza.

Entramos al teatro y buscamos nuestras ubicaciones. Todas las filas y las butacas están perfectamente identificadas y son fáciles de encontrar. Igual, se nos acerca casi a la carrera una simpatiquísima promotora pidiendo que le permitamos los tickets y nos señala los dos asientos donde ya casi estamos sentados. En la mano tiene una pila de programas bien atenazados. La miro qué onda y me sonríe. Tishei me sopla que quiere propina. ¿Lo qué? Nos quedamos sin programa y sin la posibilidad de leer media carilla con la data de la obra y otras quince páginas de publicidad medio pelo. Una desgracia.

Una voz en off de lo más elegante nos da la bienvenida pero al toque lanza la amenaza: prohibido sacar fotos, prohibido filmar, prohibido grabar. Y un remate brillante: al que no obedezca, "se procederá a retirarle el material". No logro hacerme la imagen de la promotora forcejeando con el gordo que tenemos al lado para obligarlo a entregar su cámara si el tipo decide usarla.

Se apagan las luces pero lo que no se apaga es la perorata del flaco que tengo atrás. Una máquina de saltar de un tema a otro sin necesidad de nexo. Lo acompaña una señora más o menos mayor, que calculo será una tía que hace mucho que no ve y la está poniendo al día de todo lo que le pasó en los últimos quince años. Cuando finalmente se calla siento algo parecido a cuando termino de cortar el pasto y se apaga el ronroneo insufrible de la máquina.

El musical está once puntos. La primera hora y media pasa casi sin que nos demos cuenta porque la estamos pasando bien. Llega el break y el hombre-radio arranca de vuelta, justo desde la segunda parte de la palabra que dejó por la mitad cuando su tía le pidió que se callara. Una tortura.

También atrás, pero tirados un poco más a la derecha, hay un grupo de chilenos. Los güeones, sin ningún miramiento, comentan bien fuerte que la superproducción es mala y que se sienten estafados. La respuesta no se hace esperar: "si no les gusta, pueden volverse a Chile y disfrutar de una obra allá, si es que encuentran algún teatro en pie". Noooo, durííííísimo.

La segunda parte es todavía mejor. La joyita es un un mini concierto de la orquesta que está ubicada debajo del escenario. Lo hacen para que todos nos percatemos de su existencia, de que no es música grabada, y entonces el público va descubriendo la ventanita por donde puede verse a los músicos que le ponen una garra impresionante.

No sé cómo mierda hacen los dos protagonistas para cantar a los gritos y no quedarse afónicos, una cosa de locos. Capaz que hacen como el Gringo, el tipo que nos alquilaba los caballos en La Cumbre y que, además, se vendía como la voz más cotizada de todo el valle de Punilla. Para mantenerse activo y poder responder a tanta demanda de las peñas locales, se mandaba gárgaras con limón cuatro veces por día y con eso andaba fenómeno. También nos aseguraba que los matungos que nos alquilaba habían sido premiados en el festival de la doma y el folclore. Un capo el Gringo.

El musical parece estar llegando a su fin y la gente interrumpe con aplausos cada treinta segundos. La cosa tiene su cuota de emoción, pero no da para lo que hace el gordo que tengo al lado, el mismo con el que me estuve codeando durante toda la obra para ganarle el apoyabrazos. El tipo se para y levanta los brazos como si fuera un cura rezando el padrenuestro, con los ojos cerrados y en un nivel de abstracción que casi mete miedo. El hombre radio ahora le dice a la tía que el público argentino es irrespetuoso por naturaleza; que esta persona que le tapa casi todo el escenario es un maleducado. Los chilenos ya se fueron hace rato. Cuando la obra termina, el gordo vuelve a poner los pies sobre el piso y rompe en un aplauso ensordecedor y sostenido. Los protagonistas saludan una y otra vez, y el gordo sigue aplaudiendo. Empiezo a preocuparme por su salud porque ahora está transpirando como demasiado pero no afloja con el aplauso y el alarido emocionado. Ya me veo tratando de reanimarlo después del soponcio y no me gusta nada. Como quien no quiere la cosa, la agarro a Tishei del brazo y enfilamos hacia la salida mientras miro hacia atrás y me parece ver que al gordo le están empezando las convulsiones. Parecen convulsiones. El gordo intenta seguir demostrando lo mucho que se ha visto tocado por la obra.

Salimos y nos topamos con esa especie de embudo que arman siempre para obligarte a pasar por el puesto de merchandising. Dudo un instante pero al final decido no ser parte de ese altísimo porcentaje de desprevenidos que son carne de cañón. Esos que salen con tal nivel de excitación y entusiasmo que terminan comprándose la vincha que viene con la cara del protagonista impresa en el frente y que sólo puede ser usada desde el teatro hasta el auto. Después hay que archivarla para no dejar en evidencia que te empomaron con semejante huevada.

No es Broadway, pero la avenida Corrientes está radiante y la gente camina sonriente. Programa buena onda esto de ir cada tanto a ver un musical, lo recomiendo.

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Las cámaras están al venir


Fueron tres disparos. Con la patrona estamos ensayando el testimonio para cuando la prensa venga a tocarnos el timbre. Ella dice que no conoce de armas pero que puede asegurar, sin repetir y sin soplar, que fueron posta tres disparos y luego los gritos, las corridas, las sirenas y la histeria. Por ahora el timbre no suena.

Sábado santo. Los cacos estaban convencidos de que todo el mundo iba a estar en estado alfa, contemplativo, abstraído del circo cotidiano, esperando la resurrección del hijo del Barbas. Ojalá todos fueran tan devotos. Ojalá todos fuéramos tan devotos. Los vagos creyeron que era ideal para hacer su laburo. Se equivocaron feo.

En casa el partido venía con victoria parcial cuatro a uno. El único en pie era Little J, que para variar no quelía dolmil en su cama polque estaba abulido. No nos quedó otra que ceder, como les pasa a todos en ocho de cada diez situaciones como éstas. Dale, un rato en nuestra cama y después a volar.

Fueron tres disparos. Claritos, como demasiado cercanos. Nuestro cuarto da a la calle, como demasiado a la calle, y por eso escuchamos casi como una exhalación la corrida desesperada de alguien que de golpe pensó que mejor me las pico. Detrás de los pasos llegaron los gritos poco disimulados de dos o tres personas que suplicaban que alguien los agarrase a esos hijos de mil putas que habían disparado. Yo no iba a ser ese alguien, ni en pedo. Me lo impedía una reja y la voz de mi otro yo que me advertía sobre lo desigual que podía resultar un mano a mano entre fierro cargado y tijera sin punta, lo único que tenía a mano.

En menos de treinta segundos, esas dos o tres personas pasaron a ser veinte. Todos vecinos alborotados que se sumaron a la pueblada y armaron un quilombo que ni te cuento. Rastrillemos toda la zona, gritaba uno que no se perdió un solo capítulo de policías en acción. Corrían para un lado, corrían para el otro. No tenían ni puta idea de lo que estaban haciendo, pero ese rato de sentirse paladines de la justicia no se los sacaba nadie.

- ¿Pol qué glitan?

Tan compenetrados estábamos imaginándonos la película a través de la persiana cerrada, que nos olvidamos de la presencia de Little J.

Al toque aparecieron dos patrulleros. Sé que eran dos porque finalmente decidí abrir la persiana y ver qué mierda pasaba del otro lado. Ni cinco minutos habían pasado. Bien por Massa, un especialista en hacer fulbito para la tribuna pero que, esta vez, la pegó con eso de poner cámaras por todos lados.

Despliegue policial, gente enardecida, espectáculo casi asegurado. Pero la cosa entró en una calma chicha justo cuando yo me había acomodado, puchito en mano, para reeditar en vivo los míticos sábados de super acción. Ya casi resignado, me mandé a lavar los dientes pero enseguida volví sobre mis pasos porque un alarido se clavó como puñal en esa quietud que parecía definitiva. Habían atrapado a uno de los chorros, en la esquina, a metros de nuestra ventana. La turba en desbande volvió a formarse y se lanzó a la carrera al grito de "vamo todooo, a este no le van a quedar ganas de chorear nunca más en su vida".

La reja de la puerta ventana no me dejaba asomarme lo suficiente como para ver lo que estaba pasando en esa esquina. Cómo mierda no se les ocurrió agarrarlo un poco más cerca. Yo podía ver sólo la mitad, y fuera de joda los tres canas hacían lo imposible para evitar el linchamiento. Volaban puntinazos y trompadas al ritmo de aullidos llenos de furia.

La madre del chorro capaz que sí estaba echándose unas plegarias por semana santa, porque la llegada de dos patrulleros más fue la salvación para su hijo.

El primer movil paró justo frente a mi ventana. Enos Strate y Rosco P. Coltrane me miraron feo y me hicieron señas para que me guardara mientras tiraban los restos de pizza al asiento trasero.

El segundo patrullero venía flojo de llantas así que cuando clavó frenos derrapó como media cuadra y frenó a medio metro de un gordo que descansaba en el cordón, de todo lo que había pegado, y que vio pasar toda su vida frente a sus ojos.

Los gorras dispersaron a esa horda de posesos y se llevaron al reo. Por delante de nuestra ventana desfiló un tipo de unos sesenta y largos que venía apoyándose en dos más pendejos que serían sus hijos. Arrastraba una gamba y maldecía su mala leche porque se había desgarrado mientras corría al encuentro del caco. Pero la sonrisa no se la sacaba nadie: se ufanaba de haberle dado murra como para que el vago no se olvidara nunca más de esa noche. Los hijos lo alentaban y el viejo se agrandaba más. Estuve a punto de batirles que pegarle entre varios a un pobre pibe esposado y sin posibilidad de defenderse no es lo que se llama una actitud valiente, pero al final decidí que no porque todavía no tenemos pensado mudarnos.

Pasaron otros seis o siete justicieros más que habían participado de la paliza. Estaban con un nivel de excitación como desproporcionada y querían sangre, se les notaba en los ojos. Propusieron hacer guardia en la comisaría y meterle bala al chorro si es que la yuta decidía largarlo. Tremendo.

Parecía que la joda se acababa ahí, pero aparecieron otros dos patrulleros con todo su show de sirenas afónicas y gritos superpuestos. Empezaron a golpear con fuerza el portón del vecino: "somos de las fuerzas del orden". Fuerzas del orden, dejate de joder. ¿No podían decir policías? "Estamos buscando el arma que participó del ilícito. El reo la habría arrojado en una de estas residencias".

Listo, me cambié lo más rápido que pude y salí. Lo único que me faltaba era que Little J o el Malevo encontraran el chumbo al día siguiente. Sólo me faltó peinarme porque ya me veía haciendo declaraciones frente a las cámaras. Tardé menos de cinco minutos en salir pero cuando llegué a la calle ya no quedaba nadie. Ni los canas, ni los vecinos, ni las cámaras, ni CSI cercando la zona para levantar evidencias. Nadie, pa, un desencanto.

Me terminé el puchito, entré y lo llevé a Little J a su cama. Mientras intentaba dormirme repasaba mentalmente todo lo que había pasado y respondía para adentro las preguntas básicas que me va a hacer la prensa, que todavía no nos tocó el timbre.


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Les dieron milonga y ellos la bailan



Si me apurás te digo que la única razón por la que anotamos a la mayor en ese jardín de infantes fue porque nos quedaba a un par de cuadras de donde vivíamos en ese momento. Fue por comodidad, ni hablar. Bueno, que nos saliera dos mangos también ayudó. En todo caso después vemos cómo viene la mano en lo académico, me acuerdo que pensamos.

Pero la realidad le dio un sopapo a ese prejuicio de creer que a un jardín humilde no le da el cuero para dar una buena educación. Una banda docente con el delantal bien puesto, dedicada y aguerrida, es suficiente recurso para llevarse a la rastra a un presupuesto escuálido que se quedaba sin aire antes de fin de mes. Y que encima hicieran todo siempre con una sonrisa que les ocupa tres cuartos de la cara, un lujo señores. El resultado es un nivel general que les pasa el trapo a unos cuantos jardines privados que se las dan de instituciones top y no son chicha ni limonada.

San Justo, así se llama el jardín, es de la Pequeña Obra de la Divina Providencia, que se conoce más por obra Don Orione. El jardín es dirigido por las religiosas de esa orden, las Pequeñas Hermanas Misioneras de la Caridad, que en ese colegio estaban representadas por una monja que no pasaba el metro cuarenta. Si eso no es coherencia... La petisa desparramaba buena onda las veinticuatro horas del día, con una sonrisa que si se las quería borrar tenías que hacerle una cirugía.

Luis Orione era un cura que fundó esta obra en Italia hace más de cien años y después la trajo a nuestro país. La historia de su vida no tiene desperdicio, recomiendo googlearlo. El tipo tenía una frase que resume un poco su filosofía y la de todos los que le dan vida a su obra. La misma frase que se apropió el falso Pepe Biondi que recorre con su acordeón y su banquito los vagones del Mitre: sólo el amor salvará al mundo.

En el jardín, a la formación religiosa le metían una onda mística que a los pendejos los movilizaba como locos. En casa, cuando llegaba la hora de la oración antes de dormir, la borrega nos salía con un canto a viva voz, acompañado de ampulosos movimientos de brazos y un pase de baile onda los del coro Harlem Gospel. Nada de tres avemarías, "Jesús está pasando por aquí, y cuando pasa todo se transforma, la alegría viene, la tristeza va..." Después de pasar el hijo del Barbas desfilaban "por aquí" todo tipo de personajes, bíblicos o no, lo que pintaba en el momento. Cuarenta minutos nos pasábamos con la patrona improvisando pasitos y tratando de que la borrega no siguiera recordando nombres para incluir a la ceremonia.

Después de la mayor fueron la flaca y el Malevo, todos copados con el jardín. Y nosotros acompañábamos hasta ahí. Hasta que nos invitaron al famoso cotolengo que tienen en Claypole. Eso sí que fue un golpe bajo, un bife a mano abierta para los que a veces vamos por la vida sin abrir bien los ojos y mirar a los que necesitan una mano. Sor Pequeña nos advirtió que aquello iba a ser fuerte. Por eso tienen por costumbre mandar allí, por un par de años, a las monjas recién consagradas. Si pasan esa prueba, están listas para cualquier cosa.

Nos fuimos en banda junto a otros padres y llegamos al cotolengo pasado el mediodía. La aparición de tres personajes, que andarían por los cuarenta, nos sacudió la modorra del viaje de casi dos horas que separa a San Fernando de Claypole. El primero avanzaba a los saltitos y medio de costado, moviéndose al ritmo de un Cuasimodo autóctono que no podía reprimir la emoción que lo tenía como poseído. Se había mojado los catorce pelos que le quedaban y los había tirado prolijamente para un costado. El segundo, un pelado de ojos saltones y mirada que te entraba como daga, venía en silla de ruedas y las gambas le terminaban antes de la rodilla. Lo venía empujando el tercero, una especie de gigante Gonzalez que no se entendía cómo podía meter tantos tics en una misma cara. Ideal para compañero de truco.

Los tres se salían de la vaina por saludar a Sor Pequeña, que se les fue al humo enseguida. Colección-de-tics le calzó a la petisa un abrazo XL que la dejó con las patitas en el aire. Lloraban, los tres lloraban. Hablaban torpe y le preguntaban si les había traído caramelos. Sor Pequeña les dijo que más tarde, que un poco de paciencia, que aquél día les había llevado algo mucho mejor: visitas.

La mirada que nos clavaron los tres al mismo tiempo nos hizo pensar por un momento que los caramelos eran mucho más programa que nosotros. Pero al toque socializaron y el gigante me chantó un apretón de manos que todavía hoy tiene secuelas.

Avanzamos todos por la calle interna principal de un predio que, fácil, tenía unas cuatro o cinco hectáreas. Hombres y mujeres, separados por sector, vivían en unas especie de pabellones que tenían habitación para unos veinte, baños, sala de juegos y un comedor. El estado de los edificios no era de abandono pero sí hacía notar el paso del tiempo. Igual, la garra que le metían para sacarle a cada instalación lo mejor de sí contrastaba con ese aspecto añejo. La limpieza era una cosa de locos, admirable.

Los tres mosqueteros no se nos despegaban ni medio metro. Y a cada paso que dábamos se nos iban apareciendo más, de la nada, con una manifestación genuina de alegría que nos ponía los pelos de punta. Alta emoción, la de ellos y la nuestra. Éramos la distracción. Éramos una bocanada de mundo real para esas personas que hacía rato eran protagonistas de su propia película.

Después de eso hicimos un recorrido por otras zonas que metían miedo por la actitud agresiva de los locales. Fue una visita rápida y tratando de hacer el menor contacto posible con esa gente que se sentía invadida y nos miraba desafiante. Hubo una parte que directamente no pudimos hacer porque no era lo más recomendable.

Después del recorrido y de almorzar en un comedor gigante, estuvimos de charla con quienes nos acompañaron durante un rato. Eran los que, según Sor Pequeña, pertenecían al grupo de los más inofensivos. Salieron conversaciones de lo más bizarras, incoherentes, locas. Pero daban ganas de hacerlas eternas.

La cosa terminó con una misa en la capilla del cotolengo, que guarda el corazón de San Luis Orione como reliquia. Éramos unos doce en una de las naves laterales y yo, como estaba parado en un costado, al cura lo veía de perfil. En medio de la ceremonia, se abrió una de las puertas y entró un hombre de unos cincuenta años, claramente abstraído de lo que estaba pasando. Encaró al cura y se le paró enfrente, cara contra cara, respirándole encima y murmurando algo que yo no llegué a escuchar. El cura ni se inmutó. Interrumpió su sermón para mirarlo fijo con una sonrisa serena que soy incapaz de describir. Durante esos cuarenta segundos de silencio, no pude evitar pensar en la clase de vida del cura. Al tipo le dieron milonga y él eligió bailarla, y demostró bailarla como los dioses. Igual que Sor Pequeña y las otras monjas y voluntarios que le ponen el pecho a las balas y viven entregados veinticuatro por siete a la atención de gente a la que cualquiera le daría la espalda.

Lo que siguió no me lo acuerdo. Todo lo anterior no me lo olvido más.
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