Sacale el jugo a tu crucero

  • Todo lo que necesitas saber si te estás planteando embarcarte en uno de éstos.
  • Los diez tips que nunca vas a encontrar en un folleto promocional.





1 - Salvo que te pongas con una suite, saladita, en un crucero no esperes encontrarte una habitación espaciosa. Vas a tener que aprender a moverte en espacios reducidos y meter quiebres de cintura para no llevarte todo puesto. Las dimensiones del baño de un camarote te permiten darte una ducha, lavarte los dientes y aflojar el vientre al mismo tiempo. Dato: cuando apretás el botón del inodoro se activa un sistema de succión, efecto sopapa, que se lleva todo y que si te agarra sentado te hace la depilación definitiva. Ideal para el que sufre de hemorroides porque no te queda ni la sombra.

2 - Antes de salir de tu casa fijáte si llevás por lo menos una caja de sobrecitos de Uvasal o similar. Es más importante que tener el pasaporte al día. Llevar una muda de ropa un par de talles más grandes para los últimos días, también. El crucero es un feed lot. El crucero es la jaula de Hansel. Contené tus impulsos voraces de entrarle a todo lo que te ponen adelante. Movéte con un principio fundamental: "Todo incluido" no es "todo obligatorio". Tratá de mantener un ritmo más o menos lógico en la ingesta de alimentos. El atracón puede dejarte fuera de combate y vas a terminar comiéndote un arrocito blanco mientras alrededor desfilan con platos que incluyen cerdo acaramelado con papas, ensalada de camarones, panceta ahumada, ñoquis de sémola, variedad de fiambres y alguna cosita más.

3 - El crucero cuenta con un gimnasio para lavar culpas. Vas a ver gente desafiándose con rutinas que van al límite de su capacidad física, como si aquello sirviera para compensar el descalabro alimenticio. El crucero también tiene escalera, que no está de adorno. Usála, aunque te tiente más uno de los seis ascensores que hace en cuatro segundos los doce pisos que te separan del bufet. También podes caminar por la cubierta, donde disponen de una pista de marcha de casi cuatrocientos metros que da toda la vuelta al barco. Ojo, en las curvas bajále un cambio porque las chances de encontrarte alguien en sentido contrario son grandes. Y las chances de que ese alguien cargue un trago en cada mano son todavía mayores. Si tenés en cuenta todo esto podes morfar sin culpas. Si no, también.

4 - Si sos de escabiar intenso, hombre o mujer de pico caliente, el crucero es tu lugar en el mundo. Podes embucharte lo que quieras, cuando quieras, donde quieras, las veces que quieras. No hay riesgos de irse al pasto y hacer un papelón porque el piso del barco se te mueve aunque no hayas probado una gota de alcohol. El mar picado es tu mejor aliado.

5 - Antes de embarcar vacunate contra el síndrome de consumidor compulsivo. En el crucero intentarán darte vuelta como una media y que se te caiga hasta la última moneda. Fotito antes de subir, clink-caja. Fotito con el capitán, clink-caja. Fotito en la cena de gala para la que además te venden los accesorios, clink-caja. Fotito con Garfio porque hay fiesta pirata, clink-caja. DVD con lo mejor del viaje, clink-caja. DVD con el show del mago de a bordo, clink-caja. Free shop abierto casi todo el día, clink-caja. Casino, clink-caja. Conexión a internet a valor blue, clink-caja... Anotalo: tenés que setearte en formato gasolero y disfrutá de lo mucho, muchísimo, que va por fuera de este circuito perverso de exprimirte hasta la última gota de sangre.

6 - Las dos piletas que tiene el barco NO son de natación. Una mínima brazada puede impactar de lleno sobre la versión humana de Moby Dick que luce encallada en el medio de la pileta y después no sabes si pedirle perdón o tirarle agua en el lomo para salvarla. Y si zafás de la colisión contra el cetáceo, no vas a zafar de dar contra la humanidad de alguno de los dos mil seiscientos cuarenta y cuatro anfibios que decoran una escena que parece sacada de Quintín Garcia.

7 - Además de reservar con tiempo tu hueco, para meterte en la pileta tenés que esperar por lo menos una hora desde el último bocado de lo que fuera. Difícil, pero necesario. Un accidente gastrointestinal les jode la vida a todos los pasajeros durante las tres horas que demora vaciar, limpiar y volver a llenar. Se recomienda moderación en el uso del jacuzzi público ubicado junto a la pileta, y en lo posible juntar antes a la gente con la que querés compartir ese espacio tan agradable. Porque si dejás algún espacio libre, podés terminar abrazado a una anciana con bigotes que te cuenta lo fuerte que está el coordinador de actividades deportivas.

8 - Si Freud viviera, recomendaría el crucero como la mejor terapia para levantar la autoestima. Podes bailar como Johnny Tolengo. Podes cantar como Natalia Oreiro. Podes calzarte una zunga y exhibir un físico más parecido a un batracio que a una figura humana. Podes hasta vestirte como Macaya Marquez. Nadie, NADIE, te va a mirar por encima del hombro. En un crucero hay licencia para hacer el ridículo y que nadie te lo marque. Y si alguien se ríe a tus espaldas take it easy, nunca más en tu vida lo vas a ver.

9 - A la hora de la actividad grupal en la cubierta donde está la pileta, ponete en el punto más alejado de los animadores. Y calzate las gafas oscuras para evitar el eye contact. Hacete el boludo como si estuvieras en la secundaria un día de examen oral al azar y bajá la cabeza para no avivar giles. Hacé todo lo que esté a tu alcance para que no te enganchen y termines haciendo cosas como bailar una lambada con una sexagenaria que se olvidó el pudor en algún lugar de migraciones antes de subir al barco. O hacer de jurado en un concurso donde señoras que andan al salto por un bizcocho, desfilan por una pasarela improvisada con los ojos cerrados e imaginándose en Milán o Nueva York. Señoras con menos clase que escuela pública, que de chicas soñaron ser modelos pero que el paso del tiempo les hizo ver las cosas como son y encuentran en el crucero la manera de sacarse la espina.

10 - Si podes hacer un crucero, hacelo. Vos y ella. El y vos. Nadie más. Si tenés pibes dejalos en casa y más adelante los llevas a Disney. O a la ciudad de los niños. O a Helarte a clavarse un helado de frambuesa que parece jarabe de Benadryl, lo que dé tu presupuesto. A hermanos, padres y suegros también dejalos en casa, alguien tiene que cuidarte a los pibes. Haceme caso y hacé un crucero. Ahorrate unos mangos o pagalo en cuotas. Es una experiencia diferente, un circo que no se ve todos los días. Se van a divertir como dos purretes, se van a reír a carcajadas por situaciones grotescas, inverosímiles, bizarras. Y le van a inyectar a la relación esa dosis de vitamina rejuvenecedora que siempre viene bien. Puede ser como segunda luna de miel. Por un aniversario. Porque alguno de los dos cumple años. O porque se cumplieron diez años desde el último gol de Funes Mori. Háganlo y después me cuentan.

Flashes de Cartagena

Moneda o machetazo



Va un poco de contexto para entender la escena: hace más de quinientos años, los españoles que llegaron a Cartagena se traían morochos apilados en los barcos para usarlos como esclavos. Como se desprende del simpático sobrenombre que les pusieron, "africanos macheteros", los oscuros se la pasaban dale que machetear para abrir caminos, porque parece que los indígenas eran medio vagos.

Los muchachos de la foto estaban haciendo una “representación” de esos pobres africanos. Como un chiste de mal gusto, el espectáculo lo daban en la puerta misma de lo que alguna vez fue la casa que ocupó la Inquisición, que merece un capítulo aparte.

Apenas los vi parados sobre esos pilotes, desenfundé y les disparé para llevarme una imagen pintoresca. Como se puede apreciar en la foto, uno de los morochos me señaló el tarro y me gritó por la moneda.

No me gustó el tono. Lo tomé como un apriete de los que no me gustan y seguí de largo. El morocho me seguía clamando por el emolumento mientras blandía el machete en actitud intimidatoria y agresiva. Intenté seguir de largo pero me cruzó en el camino:

- A ti no te gusta trabajar y que no te paguen por el fruto de tu trabajo.


El negro me enterneció. Fruto de su trabajo, mundial. Lo saludé, lo felicité y le hice un ole para seguir con mi itinerario, porque monedas no tenía.

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En Cartagena te distraés y te empoman



Fue una de esas casualidades de la vida pero yo se lo vendí a la patrona como algo deliberado y planificado, por su cumpleaños. Apenas pisamos tierras cartaginesas, el remisero que nos buscó en el aeropuerto nos dijo que habíamos caído justo los tres días en que se conmemora la independencia de Cartagena. Y que por eso se hacen un montón de espectáculos, incluido un desfile de carrozas que pega toda la vuelta a la ciudad amurallada.

Había de todo en el desfile: el atractivo central se supone que eran las reinas de las diferentes provincias de Colombia que, entre comparsas de lo más sofisticadas, pasaban en sus carruajes decorados saludando a la multitud. Las manos no eran lo único que sacudían. Pero, créase o no, la atención no estuvo ahí. La joda, en cambio, era armar pogo colombiano al ritmo de Carlos Vives y apretar el pomo para untar a todo el mundo. De poco nos sirvió la destreza que durante un buen rato demostramos para esquivar chorros de espuma que volaban por el aire y para sacarnos de encima a hordas enardecidas pintadas de colores que nos abrazaban a cada paso. Terminamos embadurnados hasta el caracú.

Los chivos también estuvieron en el desfile. Marcas de cervezas, casas de electrodomésticos, ofertas turísticas. Hasta un Mister T que no sé de dónde lo sacaron pero que se paseó por el sambódromo con los otros magníficos y cerró su participación sacándose fotos con los fans de arriba de treinta años porque el resto no sabía quién carajo era. Accedí a la foto que quiso sacarse conmigo y hasta le tiré una moneda (la que no le di al negro).

En una de las comparsas, las señoras que lo integraban venían hidratándose a fuerza de clavarse una cerveza atrás de la otra, gentileza de Águila. El resultado fue un escabio divertido, con las mujeres gritando incongruencias y tirándose unos pasos de salsa que eran para poner en un cuadro. La foto con la patrona fue para festejar su cumpleaños.



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Una clase de marketing


Manolo deambula por las murallas del centro histórico de Cartagena, ofreciendo sus artesanías a todo turista desprevenido que pase por allí. Nosotros pasamos por allí.

Pero Manolo no es un denso, Manolo no está formateado como el que te vende corbatas en Modart. Manolo sabe lo que hace. Lo primero que nos dice, apenas nos ve apurar el paso para evitarlo, le sale con una naturalidad que apabulla:

- No les quiero vender nada. Sólo quiero cambiar unas palabras con mis hermanos de Argentina, tierra de Messi, Pekerman, el Papa y la reina de Holanda.

Caminamos como argentinos. Esa fue mi conclusión porque en ningún momento abrimos la boca como para que nos saque la ficha. Manolo derribó con demasiada facilidad esa pared que uno enseguida levanta cuando tiene que enfrentarse a un representante de este rubro voraz.

Manolo nos cuenta un poco sobre él. Vive con su mujer y sus cuatro hijos en la Isla Barú, a unos cuarenta kilómetros de Cartagena, desde donde se viene casi todos los días para vender sus chucherías y así “llevarle el pan a mis hijos de una manera digna”. Conoce Argentina porque una vez un amigo “con platita” los invitó a conocer algunos rincones de nuestro país.

Manolo se muestra como una persona culta, o al menos no deja baches en un libreto que se conoce de memoria. Y mientras avanza la conversación, empieza a desplegar su mercadería sobre una de las murallas, explicando con detalles increíbles todo lo que rodea a esos supuestos materiales con los que él mismo fabricó las artesanías.

Daba lástima interrumpir su relato, que de verdad es atrapante, pero necesito saber de qué valores estamos hablando así no lo hacemos perder el tiempo. Pero Manolo no larga pieza. No quiere contaminar su relato con un dato tan chabacano como el precio.

Al final tira un número que es una locura. Nuestros cortos silencios vienen de tener que hacer la conversión monetaria mentalmente, pero Manolo los toma como regateo. Baja un poco. Seguimos pensando. Vuelve a bajar porque “no somos gringos”.

El número final sigue siendo una locura. Pero Manolo hizo bien su trabajo. Cuando nos queremos acordar, el tipo se aleja con una sonrisa de misión cumplida y nosotros con el bolso lleno de chucherías.