La herida no va a cicatrizar nunca




Durante casi toda mi infancia, en el fondo de la casa de mis viejos había un terreno baldío desocupado. El dueño se lo prestaba a mi viejo a cambio de que lo mantuviera limpio y en funcionamiento para evitar que se le metiera gente o se le llenara de bichos.

Fueron años esplendorosos en los que todavía no existían ni las canchas de fútbol cinco para alquilar ni los torneos amateur, salvo los del jockey, el sic, atalaya y un par más. Tener algo así era un lujo.

Por la “Canchita de los Pizarro” pasó todo el mundo. Roberto Carlos un poroto al lado de todos los amigos que yo tenía en esa época y que se daban una vuelta por el templo. Pasaron también primos, vecinos, parroquianos, gallinas, bosteros, yanquis. Buenos, malos, peores, habilidosos, agrandados, calentones, fanáticos. Todos se te aparecían en cualquier momento y siempre había lugar.

Eran épocas con más estado físico y menos responsabilidades. Los partidos podían durar cuatro horas y terminar en una mezcla de fútbol y rugby de narices ensangrentadas y hasta algún huesito roto. Las peleas eran lo normal. Peleas que, parafraseando a los futbolistas profetas que la casetean delante de un micrófono, siempre se resolvían adentro de la cancha.

Los límites de la canchita no eran del todo convencionales. Se jugaba sin lateral, al estilo papi fútbol. De un lado tenías el cerco con ligustrina que daba a mi casa y a la del vecino, y del otro un paredón blanco mal revocado que te dejaba a la miseria si te tocaba disputar el balón con algún generoso de anatomía. Yo todavía tengo algunas marcas.

El encanto que despierta el fútbol ya de por sí, ahí se volvía todavía más fascinante por lo que había del otro lado del paredón. El vecino era un tipo que circulaba por la vida con las bujías siempre empastadas. Un renegado social que no podía soportar siquiera nuestra presencia muro de por medio. Y cuando la bola se iba para su lado, casi que había que darla por perdida, como en la película “Historia de un verano”, la de los pendejos que jugaban al baseball y cada vez que la bocha se les iba a lo del vecino ni la buscaban porque había un perro asesino. En este caso no había perro, pero el viejo ortiva hacía las veces de vecino más animal, dos en uno.

El tipo era el casero y los dueños no venían nunca. La quinta no era gran cosa, no mucho más que un quincho con cocina y la pileta en medio de un parque que el loco cuidaba como si fuera un hijo.  

Cada vez que se iba la pelota, nos subíamos a un pasamanos desde donde se podía ver la inmensidad de ese parque por encima del paredón. Ahí, chiflábamos como enajenados y el tipo ya sabía que queríamos la pelota. Lo primero que decía siempre era que ahí no había caído ninguna y que como era otra casa, privada, nosotros no podíamos estar ahí mirando. El hijo de puta decía eso y la bola estaba a la vista. Y recién cuando la señalábamos el tipo nos respondía que cuando se desocupara la iba a pasar. Mínimo media hora promedio, si es que volvía.

El quiebre definitivo con el viejo se dio en un festejo de mi cumpleaños. Éramos unos treinta pendejos y nos pasamos toda la tarde fulbeando a los gritos, peleándonos, rompiendo bien los huevos. Tipo previsor, ese día me procuré cuatro pelotas para tener de repuesto. Se cayó una, no la pedimos. Se cayó la segunda, tampoco. Cuando se fue la tercera, ahí ya hicimos el intento pero el forro dijo que no había caído ninguna. Se nos fue la última pelota y ahí quedamos en ídem.

Con toda la tarde por delante y sabiendo que el viejo se iba a hacer el boludo de nuevo, esperamos agazapados que se fuera a hacer su rutina diaria de la tarde, que consistía en calzarse unas antiparras, una gorra con la visera para atrás, en cuero, lompas caqui Pampero y ojotas. Y así, como estaba, el vago salía a la calle con una carretilla y destino desconocido, para volver a la media hora.

Ya le habíamos tomado el tiempo, así que apenas dobló la esquina, dos de nosotros saltamos el muro y buscamos las pelotas. Encontramos las dos que estaban más a la vista y de las otras dos, nada. Hasta que llegamos a un pino súper tupido, de esos que tienen ramas al ras del piso. Nos metimos adentro y fue como descubrir un cementerio oculto. Creo que hasta nos persignamos. Había por lo menos ocho pelotas, todas degolladas sin piedad, con las cámaras que se salían de los gajos. Nuestro nivel de estupefacción era mayúsculo y quedamos como atontados. Hasta que escuchamos los gritos.

Uno de mis amigos se había quedado de campana en la esquina, y apenas lo vio aparecer pasó la voz para que apuráramos el trámite. Pero el tranco del viejo fue más veloz que nuestra capacidad de reacción y no tuvimos tiempo de salir. Nos quedamos lo más quietos que pudimos, acostados entre las bochas exánimes, sin siquiera respirar.

El viejo nos pasó a dos metros y desde ahí podíamos sentir una respiración agitada, como si fuera un toro soltando el aire por la nariz de manera violenta. Sentimos también un tremendo olor a chivo de quien claramente tiene al jabón en el primer lugar de la lista de enemigos.

Mi amigo y yo nos quedamos inmóviles por un rato. Entre los claros de las ramas podíamos seguir los movimientos del viejo, que primero dejó la carretilla en un rincón y después se tiró a la pileta así como estaba, con antiparras, pantalón largo y ojotas. Mi amigo estaba al borde del colapso. Ya me lo imaginaba saliendo con los brazos levantados, entregándose con mansedumbre. Me costó un huevo pero pude contenerlo.

Estuvimos ahí por lo menos una hora. Lo que más preocupaba, además de ver cómo mierda salir de ahí, era que llegara la hora de soplar las velas del cumple y mi vieja no me encontrara por ningún lado. O que lo vinieran a buscar al otro pibe.

Casi susurrando, planeamos la salida. No era un plan de lo más sofisticado porque consistía en contar hasta tres y salir cagando sin mirar para atrás. Pero nos frenamos justo a tiempo, cuando escuchamos un “pst” que venía del pasamanos de la canchita. Otro de mis amigos me gritó que el viejo había salido de vuelta y teníamos la oportunidad de salir como entramos. Pero cuando estábamos ya decididos a disparar como locos, volví a fijar la vista en los cadáveres que nos rodeaban. Sólo quien tiene un amor tan grande por la caprichosa puede entender lo que se siente frente a semejante crimen, imperdonable y atroz. Eso no podía quedar así.

Cuestión que en lugar de ir para el portón nos metimos en la cocina del quincho. Mi compañero de andanzas no estaba del todo convencido pero no tuvo más remedio que acompañarme. Lo primero que encontré fue un paquete de harina en un estante. Lo agarré bien de abajo y lo empecé a zamarrear para todos lados hasta que la nube blanca ya no nos dejaba ver nada y el paquete quedó vacío. Lo siguiente fue poner un tapón en la pileta del lavadero y dejar la canilla prendida, como si fuésemos los chorros de mi pobre angelito. Y antes de irnos, justo nos topamos con un pomo de mostaza que pedía a gritos salir de su envase. Así fue como nos mandamos una obra de arte de pintura contemporánea sobre la puerta de la heladera y las hornallas.

El trámite no duró ni cinco minutos. Ahí sí emprendimos la retirada, con una sonrisa imposible de disimular. Atravesamos el parque a la velocidad de la luz mientras el resto de la tropa nos hacía de hinchada desde el pasamanos y, como si nada, nos pusimos a jugar con las pelotas recuperadas.

No pasaron ni diez minutos y lo vimos aparecer por el portón del terreno, con la cara desencajada. Parecía sacado de una película de terror. Todavía tenía las antiparras puestas y cargaba con una pala en la mano. El desbande fue fenomenal. Gritos, corridas, histeria. Nos metimos en casa que no nos daban las gambas y fuimos en búsqueda de mis viejos. A esa altura la valentía nos la metimos en el bolsillo.

Sólo volvimos a la canchita un rato largo después. El loco se había metido y estaba haciendo un pozo en el medio de la cancha. Mi vieja trató de calmarlo diciendo que iba a llamar a la policía, o algo así. El loco bramó que nosotros nos habíamos metido en su casa a hacer un bardo de antología y nuestra respuesta fue poner cara de “no sé qué mierda está hablando este desequilibrado que usa antiparras para sacar a pasear su carretilla por el barrio”.

Finalmente el viejo desistió de su reacción. Más que nada porque ya iba por el medio metro y ahí abajo se había encontrado una superficie más pedrosa y dura. Agarró entonces la pala, nos miró desafiante y se fue a la mierda. El partido no siguió por razones obvias.

El episodio fue el principio del fin. A mis viejos, la satisfacción de tener un potrero donde la tropa se sacara las ganas se les terminó de caer definitivamente.  Una cosa era bancar los gritos, las puteadas, la tierra que volaba para el lado de la casa. Pero quedar involucrado en algún incidente de índole policial ya era como demasiado.

Por eso a los pocos días recibieron con incontenible algarabía la noticia de que el dueño finalmente había logrado vender el terreno. Y no a nosotros precisamente. Las obras arrancaron muy poco después y en poco tiempo se levantó una casa. De nada sirvió que durante los primeros días entráramos a la obra por la noche para tapar los huecos de los cimientos, arrancar hilos y romper ladrillos. La hicieron igual. Y es desde ese día que miro con odio indisimulable a los habitantes.  A los primeros y a todos los que osaron y osan vivir sobre una porción de tierra cuyo destino inamovible era tener diez monos corriendo detrás de una pelota.

Pasaron como veinticinco años de este trágico y abrupto final. Todavía duele.

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