Día de brazos levantados




Hoy en el laburo escuché, ponele que accidentalmente, una conversación que no habría sido tan siniestra si no fuera porque trabajo en una empresa alemana.

Llegué a la oficina bien temprano porque tenía que liquidar un par de asuntos de ésos que necesitan un nivel de concentración que ni en pedo encontrás en la corporate rush hour, que es como llamamos los que tenemos clase al momento de máxima ebullición sonora dentro de una empresa.

Desensillé, prendí la computadora y me arrimé hasta el dispenser de agua caliente para no demorar el mate, brebaje que con el tiempo logró convertirse en el soma que alguna vez imaginó Aldous Huxley en su Mundo Feliz.

La pantalla de comunicación interna de la empresa pasaba el tráiler de “Thor: Ragnarok”, una peli de Marvel que se estrena esta semana. Me quedé enganchado porque justo hace un par de días mi hijo me pidió permiso para ir a verla. El permiso incluye las dos gambas para la entrada, otra dos gambas para mc donalds más helado y ya que estamos me pidió que le haga ida o vuelta a él más ocho amigos que viven en ocho barrios cerrados distintos en cada uno de los cuales para entrar te piden licencia de conducir, seguro del auto, seguro médico, análisis de orina, green card, comprobante de cuit, factura de un servicio a tu nombre, promedio universitario arriba de ocho y fotocopia certificada de afiliación a sindicato si correspondiera.

El tráiler terminó justo cuando el termo acabó de llenarse y el agua, más caliente que de costumbre, ya me había quemado dedos índice y pulgar. Siempre agarro el termo de abajo mientras lo lleno y lo hago solamente para hacerle la contra al señor que se ocupa de la seguridad dentro del edificio. El tipo, en cuya tarjeta dice gerente de calidad seguridad y medio ambiente, trabaja de dar charlas en donde dice cosas tan perspicaces y reveladoras como por ejemplo: “antes de sentarse en su silla, por favor chequee que la misma esté ubicada exactamente en el lugar donde usted cree que esté”. O por ejemplo: “cuando se baje de su vehículo en el estacionamiento, antes de cruzar la calle por favor mire para los dos costados y asegúrese de que ningún otro vehículo se esté aproximando”. Y el tipo gana plata por eso, no lo hace ad honorem. Bueno, también dice que cuando te servís agua caliente nunca tenés que agarrar el termo porque el agua se puede derramar y quemarte las manos. Eso fue exactamente lo que me pasó hoy pero acepto el dolor con enorme regocijo.

Terminé el trámite del agua y emprendí el regreso hacia mi escritorio. La oficina estaba desierta, un placer, música para mis oídos. De tan desierta, la voz de la mujer se escuchó clarita, potente y punzante, sin una sola gota de nerviosismo. Supe quién era en el mismo momento en que la escuché. No la voy a escrachar por acá, no soy tan hijo de puta. Sólo voy a decir que es una de las integrantes del Cuarto Reich, tal como hemos bautizado a un grupete de mujeres todas rubias, todas ojos celestes, todas de sostenerse el brazo derecho con el izquierdo para evitar que se le levante solo. Una de ellas fue la que me dio la bienvenida, cuando arranqué acá hace algunos años. Me llevó hasta la máquina de café para convidarme un capuchino y en eso apareció una mina medio petisa, pelo bien negro y mirada algo tímida. La integrante del Cuarto Reich le aplicó un escaneo vertical violento y me largó, sin anestesia: “así como la ves, con ese aspecto, ella habla alemán”.

Me quedé bien quieto en el pasillo, justo al lado del box donde estaban las mujeres. Me quedé quieto no porque me hubieran paralizado las palabras poco caritativas que salían de esa cloaca con botox sino porque no quería que notaran mi presencia. Me acerqué un poco más y saqué el celular, como para disimular y dar una situación lógica si alguien me veía allí. Lo que la señora contaba es el drama que hoy está viviendo: la casa se le llenó de gatos. La gata de un vecino se le metió en la casa y parió no sé cuántos gatos justo sobre su parrilla. Y ahí se quedaron, instaladitos. Y ella quiere comprar un poco de carbón y hacerlos vuelta y vuelta. Cada diez palabras la mina repetía, como si hiciera falta, que odia a los gatos porque “es un animal que no sirve para nada” (sic). La otra mujer que la escuchaba, también integrante del Cuarto Reich, asentía cada una de sus afirmaciones lapidarias y no hacía más que tirarle nafta a esa diatriba encendida y fulminante. La conversación giró hacia otros métodos más escalofriantes para deshacerse de esos gatitos, de su madre, de su padre, de sus primos, de sus vecinos y de su abuela. Y si su abuela ya está muerta entonces la desenterramos y la volvemos a matar, pendeha verraca.

Fueron apenas cinco minutos en los que escuché maldades que nunca imaginé, ni siquiera en mis despiadadas épocas de vacaciones en el campo con esa banda de asesinos seriales que formé con varios de mis primos. Fueron sólo cinco minutos porque mi celular, que jamás never ever está en función sonar, hoy sí lo estaba y justo recibí un llamado que alertó a las mujeres y dejaron la conversación para otro momento. Y encima era un pelotudo que me quiere vender publicidad hace un año y que no encuentro forma de hacerle entender que en la puta vida le vamos a poner un aviso. Capaz que le pido a uno de las mujeres que me enseñe algún método eficaz para convencerlo y encuentro allí la solución final. Ojo ahí.

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