Efecto guillotina


La reunión estaba pautada para las ocho y media, en punto. Yo no tenía ni dos días en esa empresa y Osvaldo, mi jefe, me había convocado para ponerle plazo al millón y medio de asuntos que habían quedado colgados del pincel cuando a mi antecesor se le pelaron los cables y se fue a vivir a una granja menonita en La Pampa. También convocó a Héctor, un histórico que durante los treinta años que estuvo en la empresa fue rotando por todos lados. Le decíamos superintendente porque el hijo de puta se sabía de punta a punta cualquier proceso y siempre tenía una respuesta para todo. A Héctor no le entraba una sola bala, era un inimputable que nunca iban a rajar porque para pagarle la indemnización hubieran necesitado vender acciones de la empresa.

En mi primer día de laburo, Héctor me llevó hasta la máquina de café empetrolado para darme algunas directivas informales sobre la empresa. Me dijo que lo más importante para Osvaldo era la puntualidad. El tipo era un enfermo de la puntualidad. Me contó que en la primera reunión de equipo (yo todavía no estaba en la empresa) la gente llegó quince minutos tarde y el flaco, con lágrimas en los ojos, les contó que él amaba tomar el desayuno con sus hijos pero que ese día no había podido hacerlo para poder llegar puntual a la reunión y que, por ende, cada uno de los que habían llegado tarde lo que hicieron fue cagarse en sus hijos. Así de jodido era el Osvaldo.

El día del encuentro decidí llegar a las siete y media para no estar ni cerca de cagarme en sus hijos. En la oficina no estaba ni el sereno. Me preparé el mate y me puse a leer un mail desordenado que Osvaldo me había mandado para ponerme al tanto de los asuntos pendientes. Después de leer el mail unas cuatro o cinco veces, el quilombo en mi cabeza era todavía mayor. Osvaldo manejaba la gramática y el estilo como yo la mecánica cuántica. Me fui haciendo algunas anotaciones como para no quedar en pelotas pero llegó un momento en que seguir leyendo hubiera sido más contraproducente todavía.

A eso de las ocho apareció Osvaldo y pasó por mi box. Sin sacarse el sobretodo ni largar el portafolio se señaló el reloj e hizo un movimiento de labios clarito: “ocho y media, ni un minuto después”. Todavía faltaba media hora. Al que no veía por ningún lado era a Héctor. Sus cosas estaban sobre su escritorio pero el tipo no estaba. A las ocho y diez Osvaldo volvió a pasar por mi box y me dijo que la íbamos a adelantar diez minutos porque le había surgido algo pero que no encontraba a Héctor por ningún lado. “Buscálo por todos lados, ya”, me dijo sin darme mucho margen. Héctor no estaba en su oficina, no estaba en la máquina de café, no estaba en los pasillos. Tenía que estar en el baño.

Los baños de la multinacional tienen una zona común, de lavatorios y meaderos, y una zona de compartimentos para cuando hace falta despedir algún amigo del interior. En la zona común Osvaldo no estaba pero uno de los cinco compartimentos tenía la puerta cerrada. Era una opción. Cuando me debatía entre si golpearle la puerta o no, escuché que sonaba un ringtone de Benny Hill desde adentro del cubículo. Sonó dos veces y se cortó. Volvió a sonar dos veces, se cortó. Sonó por tercera vez y se escuchó clarito: “¿Qué mierda le pasa a este viejo puto? Ya ni se puede cagar tranquilo”. Era la voz de Héctor. El teléfono volvió a sonar dos o tres veces más. “Pero la concha de su puta madre”.

La puteada de Héctor todavía rebotaba en esas paredes inmaculadas cuando se abrió la puerta principal de golpe. Era Osvaldo. Me miró y se miró el reloj. Eran las ocho y veintiuno. Mientras yo me lavaba las manos a toda velocidad, Osvaldo pegó un grito como medio desproporcionado. “Héctor, ¿estás ahí?”. Silencio. “Héctor, sé que estás ahí. En dos minutos en mi oficina” y se fue dando portazo. Héctor apareció desde el cubículo terminando de abrocharse los pantalones y con la cara casi desfigurada. Avanzó dando pasos cortos hasta el lavatorio y abrió la canilla caliente. No parecía apurado. Me lo quedé mirando un rato y le pregunté si necesitaba algo. “Gracias, estoy bien. Lo que pasa es que es la primera vez en mi vida que un jefe me obliga a aplicar la guillotina. Esto en una granja menonita no te pasa ni en pedo”.

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