Me saqué el gordo (de encima)


Me tragué el orgullo y pretendí seguir sin darle importancia a ese gordo desagradable que tiraba cabezazos como si fuera Ivan Zamorano. No era la primera vez que alguien se me dormía en medio de una presentación. 

Éramos quince personas en una de las salas de reuniones del antiquísimo edificio sede de la Comisión de Monumentos, sobre avenida de Mayo justo a la vuelta del Cabildo. Justamente por ser parte del conjunto histórico del Cabildo, a la sede de la Comisión no se le puede hacer nada. Y no hacerle nada incluye también no poder meterle un aire acondicionado, por ejemplo, y cagarte de calor en todos los ambientes.

La Comisión de Monumentos es un antiguo cliente de la agencia donde supe laburar. Lo que hace básicamente es proteger nuestro patrimonio y para eso una vez por semana se juntan en una sala diez viejos carcamanes, de lenguaje y pose de próceres contemporáneos, para analizar quirúrgicamente todos los casos que llegan a la Comisión: pedidos para que algún edificio sea declarado monumento histórico, pedidos de autorizaciones para hacer alguna remodelación en edificios ya declarados y otras cuestiones por el estilo. Lo que hacíamos desde la agencia era tratar de darle algo de visibilidad a todo eso que hacía la Comisión. Si ustedes nunca escucharon hablar sobre lo que hace la Comisión, significa que nuestro laburo fue una cagada. No hace falta que me respondan. 

Ese día yo estaba presentando un reporte de la estrategia que, para nosotros, tenía que encarar la Comisión para que sus acciones tuvieran mayor impacto. Tarea titánica porque esta raza de próceres cree saberlo todo. Encima había cuarenta y ocho grados en esa sala sin aire acondicionado y las ventanas estaban cerradas para oscurecer el ambiente porque la presenta venía con proyección a la pared. 

No habían pasado ni diez minutos y el gordo desagradable, sentado justo a mi derecha, ya estaba meta cabecear. Mi primera reacción fue seguir sin darle bola porque cualquier distracción podía hacerme perder el hilo y decir huevadas incongruentes distintas a las que digo habitualmente. Pero cuando el gordo desagradable puso los ojos en blanco ala, se puso pálido y empezó a inclinarse para un costado, no me quedó más remedio que intervenir. Rápido de reflejos, lo atajé justo antes de que la sien le impactara con violencia contra la punta de una mesita que tenía al costado. Detrás de mí se pararon todos los carcamanes, cada uno a su ritmo, y se arremolinaron alrededor del gordo que a esa altura yacía en el piso de la sala. 

- Hacé algo, Juan Pablo, rápido! 

Si la idea del viejo era que yo le hiciera RCP a esa morsa inerte, no podía estar meando más afuera del tarro. Para que no existiera ni la más mínima chance de semejante experiencia, me levanté de un salto y agarré un vaso con agua. Lo primero que se me ocurrió fue darle para que tomara, idea chotísima porque el gordo estaba inconciente. La segunda idea, tal vez algo instintiva y precipitada, fue la que terminó dando resultado: le vacié el vaso en la jeta y el gordo reaccionó al toque abriendo los ojos como platos y resoplando por la nariz. 

Mientras el gordo de a poco se iba reincorporando, los viejos se me quedaron mirando un rato sin hablar, en la que se perfilaba como una de las escenas más bizarras de mi carrera profesional. A ver: un tipo va a darles una presentación formal sobre comunicación y a los diez minutos le está chantando un vaso de agua a un gordo que entró en colapso y que generó zozobra entre un montón de viejos próceres. Todo por dos pesos. 

Por supuesto que la presentación se cortó ahí. Después supe que la debacle del gordo había sido porque se sentó justo donde daba el aire caliente que salía del proyector. O sea, a los cuarenta y pico grados que había en esa sala calcinante, se le sumó ese caloventor circunstancial. Pobre gordo.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario