Quién me quita lo bailado


Un capuchón de birome, una caja de zapatos, una tiza blanca y un manojo de papel picado. Esos eran mis cuatro elementos y no necesitaba nada más para llenar las horas de mi infancia metido en mi cuarto. Mientras algunos despuntaban el vicio intentando hacer la vuelta al mundo con el yo-yo, desafiándose al chupi o, los más privilegiados, quemando neuronas atrapados todo el día por el atari, yo prefería encerrarme en mi universo imaginario con esos cuatro elementos y era el pibe más feliz del mundo. Como fiel integrante de un tarro lleno de orejones, en el aspecto lúdico la jugaba de autodidacta, desafiando los limites de la creatividad. Nadie puede negar que hice propio aquello de “Usá la imaginación”, la frase emblema que las madres de mi especie blandían a los cuatro vientos cada vez que alguno de nosotros osaba manifestar que estaba aburrido. 

Un capuchón de birome. Hoy lo veo en perspectiva y me cuesta entender cómo ese cacho de plástico intrascendente se pudo haber convertido, para mí, en un Maradona, un Van Basten o un Nery Pumpido. Sobre todo, porque ese cacho de plástico se puede parecer a cualquier cosa menos a un jugador: tiene una sola pierna, le falta la cabeza y no cuenta con los brazos para sacarse una marca de encima o para manotearla al córner si le tocaba atajar. Pero así y todo, ese cacho de plástico intrascendente ganaba en velocidad, tiraba caños, metía quiebres de cintura, la filtraba entre los centrales, te la colaba en un ángulo y era capaz de tirar cualquier fantasía que pasara por mi cabeza en ese momento.

La caja de zapatos era el arco. Como pasa en cualquier familia numerosa, no fueron muchas las veces que ligué calzado nuevo durante mi infancia, pero siempre fui de guardar las cajas -propias y ajenas- porque tenían la forma ideal de un arco: un rectángulo perfecto y el fondo de la caja haciendo de red. Le cortaba con un serruchito uno de los cuatro costados (el que iba para abajo) y forraba el fondo con una hoja cuadriculada para darle el máximo realismo posible. Los golazos que clavó en ese arco el capuchón cuando estaba inspirado eran una cosa de locos. Hubo también salvadas sobre la línea, atajadas memorables, travesaños dramáticos y pelotas que rozaban la base de los postes. “No quieran saber, no le pregunten a nadie cómo se acaba de salvar el arco”, gritaba el relator imaginario desde el lado derecho de mi cerebro. Una cosa bien de locos, sin dudas.

Las tizas y el papel picado se reservaban para los partidos trascendentales, esos de cuchillo entre los dientes y a cancha llena. Con una tiza dibujaba sobre la alfombra la línea de fondo, área chica, área grande, medialuna y en algunos casos también el círculo central. La salida de los equipos venía acompañada de una lluvia de papelitos que caían desde los cuatro costados y cubrían casi toda la cancha. 

Y así me pasaba horas, tirado en el piso en posiciones de contorsionista y sacándole brillo a mi imaginación. Recuerdo especialmente una final histórica entre Real Madrid y un equipo ficticio. Casualmente yo era el nueve del equipo ficticio y terminé clavando dos pepas cuando el partido se moría y Real Madrid ganaba uno a cero con gol del mexicano Hugo Sánchez. Hubo vuelta olímpica de capuchones y la fiesta fue colosal. Para esa cita, como una excepción, fui más allá de los cuatro elementos y le metí un par de detalles adicionales para darle el contexto que se merecía. Por un lado, grabé en un TDK 90 el sonido ambiente de una cancha, lo cual no fue nada fácil porque en esa época no se buscaban las cosas en YouTube. Lo resolví el fin de semana anterior yendo a la cancha de River con un grabador periodista, esos que tenían cassette en miniatura. Llegué media hora antes y lo dejé prendido adentro del bolsillo del pantalón hasta que se grabó completo. Me acuerdo que en el ingreso a la cancha un policía me lo quiso incautar y tuve que mentir que era para un trabajo práctico del colegio. Sólo terminó de creerme cuando le regalé el turrón que me había llevado para almorzar. 

Poner el sonido ambiente de la hinchada cantando durante todo el partido no fue lo único que hice para esa finalísima contra el Real Madrid. También me pasé los dos días previos pintando cinco cartulinas: en total fueron alrededor de quince mil circulitos, uno al lado del otro, como si fueran las cabecitas de miles de hinchas disfrutando el espectáculo, envueltos en banderas, lanzando serpentinas, cantando y saltando. Bueno, en rigor no se movían, pero fue casi como si lo hicieran. Las cinco cartulinas fueron dispuestas alrededor de la cancha, colgadas de unas sogas que atravesaban todo el cuarto como una telaraña gigante. El marco fue espectacular, digno de una final como la de ese día. 

Creo que esa fue la última vez. La vuelta olímpica de capuchones se vio interrumpida de manera brusca cuando mi hermano entró al cuarto y se encontró con un panorama que tal vez resulte provocativamente insólito para quien lo mira de afuera: cartulinas pintarrajeadas colgando de sogas que atravesaban el cuarto, las camas corridas de su lugar, un mar de papel picado cubriendo casi toda la superficie, un equipo de audio al mango con ruido de hinchada y toda la alfombra dibujada con tizas en trazos toscos y desfachatados. La ira del invasor ante semejante espectáculo fue casi tan fuerte como la que sentí yo por ver interrumpido de golpe ese momento tan mágicamente placentero. 

No hubo festejo en el Obelisco. El tercer tiempo me encontró con un Wassington Klin Limpia Alfombras en una mano y un cepillo en la otra. Horas refregando como loco y dejando la vida para sacar las manchas. Horas afinando la vista hasta niveles casi nocivos para levantar hasta el último papel picado con las uñas. El cassette con la hinchada tuvo que ser resguardado en un lugar seguro para evitar su destrucción y, si mal no recuerdo, los miles de hinchas fueron condenados a la hoguera porque los afiches terminaron en la chimenea. 

Ese día me cortaron las piernas. No volvió a repetirse un partido con la carga emocional y el marco festivo de esa final. Hubo, sí, algún que otro picado pero la magia había recibido una herida de muerte. 

Así y todo: ¿quién me quita lo bailado? Y lo cantado, lo saltado, lo imaginado. Lo sufrido y lo gozado. Lo soñado. Qué viva el fútbol, Pisculichi!

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