Quince minutos de comanche



Tengo menos campo que Florida y Lavalle. Hubo distintos momentos de mi vida en que lo viví a fondo, primero de la mano de mis primos Patricio Agustin Daly y Miguel Daly cuando nos pasábamos veranos enteros arriba de un caballo en sus campos de Oriente y Copetonas, cerca de Tres Arroyos. Yo era un purrete y, si aún hoy puedo subirme a un caballo sin caerme a la primera de cambio, fue porque aprendí bien de chico y quedó registrado en algún lugar de mi sistema nervioso. También aportó a la causa las visitas frecuentes, con o sin invitación porque daba igual, al campo de la familia de Javier Fernández Cronenbold en Campana. Vivíamos una adolescencia virulenta, con todo lo que ello implica en cuanto a cantidad de actividad física, pero lo mismo nos reservábamos momentos para cabalgar en banda y perdernos por el arroyo. Los veraneos en La Cumbre también tuvieron los suyo, especialmente en las excursiones por senderos escarpados y siempre cargados con esa cuota de riesgo que alimentaba nuestra sed de aventura. Los últimos recuerdos, los más frescos, son esos dos veranos que pasamos en La Cuarta, el cacho mágico de tierra que tenía la familia de Agustin Garcia Costa entre Balcarce y Tandil. Mil historias cimentadas sobre increíbles cabalgatas en aquellos paisajes quebrados que te llenan los ojos. Mil historias que, en su mayoría, ya pasaron alguna vez por el tamiz de mi pluma. 

Hoy el destino quiso que la cuarentena nos atrape en una estancia que es un paraíso. El Barbas se tomó el laburo de devolverme algo de todo aquello que viví -allá lejos y hace tiempo- y nosotros nos estamos ocupando de sacarle el máximo provecho, tratando de que estos flashes deliciosos ayuden a contrarrestar la angustia de lo que nos toca vivir a todos, en nuestro caso fundamentado principalmente sobre una realidad que nos interpela a cada momento: tener a nuestra princesa mayor a más de mil kilómetros, viviendo la cuarentena adonde a ella le tocó, también por decisión de esa misma providencia. La extrañamos a morir y surfeamos el desconsuelo confiando en que las cosas pasan por alguna razón. 

El flashback más violento de aquellos años lo viví ayer. Salimos a dar una vuelta a caballo, muy tranquilos, sólo a modo de paseo por los caminos internos de la estancia. Pero promediando la travesía, coincidimos con el gauchazo que se ocupa de los animales y que en ese momento tenía que arrear unas sesenta vacas -dispersas en un potrero eterno- para meterlas a todas en un corral. ¿Se animan? No tuvo que pedirlo dos veces. Nos miramos con Tomas Fisher y le sacamos lustre a las riendas. En mi caso le cambié el caballo a mi hijo Juan Cruz, que montaba un ejemplar del carajo que yo ya había visto galopar un par de días antes. Nos pusimos frente con frente y enseguida pudimos comunicarnos. No al nivel de Kico Lanusse, un experto en doma india que hasta te juega un partido de póker con un purasangre inglés, pero sí lo suficiente como para que el bicho entendiera que este jovato necesitaba unos minutos de aclimatación porque los años no vienen solos y hacía mucho tiempo que no jugaba a los cowboys. 

Imposible ser fiel en la descripción de lo que vivimos. La transición que le pedí al caballo fue más corta de lo que esperaba y, cuando me quise acordar, volaba sobre el excitado animal sintiendo el vértigo desde las entrañas. Una hermosura. De reojo lo miraba a Tommy que también hacía lo suyo y escuchaba los gritos de guerra del gaucho. Lo imité, entonces, con unos alaridos guturales que me dibujaron una vincha con plumas en la cabeza. Fui un comanche por quince minutos. Cerré los ojos y la adrenalina me trasladó en el tiempo hasta los potreros de Oriente, Copetonas, Campana y Tandil. Lo vi a Patri montando a pelo un alazán endemoniado mientras largaba carcajadas groseras cuando me veía hacer lo imposible para no caerme del mío. Lo vi a Javier sobre Pantera, dándome consejos sobre cómo cabalgar con elegancia. Lo vi también al Ogro a puro rebencazo como si lo hubieran extirpado de un cuadro de Molina Campos. Me vi en las calles empinadas de los alrededores de La Cumbre, rodeadas de barrancos, tratando de controlar a un genérico desbocado que me alquilaron asegurando que era bien mansito y que no le gustaba correr. 

Fueron quince minutos gloriosos. Los animales, sometidos a nuestro poder de fuego, marcharon resignados camino al corral. Un poco caudillo peronista, me sentí. El gaucho sonreía a lo lejos. Llegué a destino con las pulsaciones a mil por hora, me bajé de un salto y le di unas palmadas a mi compañero de aventura. Llegó también Tommy. El gaucho se nos acercó:

- Excelente trabajo, chicos. Un diez. Lo que yo solo tardo una hora, hoy lo pudimos hacer en quince minutos. 

Me gustó el aprobado y, mucho más, lo de “chico”. Pero en su sonrisa pícara sentí que tenía una bala preparada en la recámara, lista para disparar. Fue un presentimiento y no me equivoqué: 

- En mis treinta años en el campo nunca vi a nadie gritarle así a un animal. Así tenían los ojos, pobres vacas. No se van a olvidar nunca de esta experiencia. 

Yo tampoco.

(Gracias Maggie Fisher por las fotos)

No hay comentarios.:

Publicar un comentario