El último regalo


La habitación estaba casi en penumbras y en silencio. Ya se habían apagado las luces de una jornada que nos pegó hermosamente duro debajo de la línea de flotación emocional acompañando al viejo en su último día. Su mujer y sus nueve hijos, todos juntos, habíamos desplegado desde temprano una apasionante celebración del espíritu. Luchi y Mary desde las pantallas, a miles de kilómetros de distancia, pero sintiéndolas más cerca que nunca antes en nuestras vidas. Pasamos del moco flojo a la carcajada y de la carcajada a la oración contemplativa y de la oración contemplativa al moco flojo otra vez. Le cantamos al viejo las canciones que él siempre nos cantó o que cantábamos con él, le relatamos anécdotas memorables que lo tuvieron como protagonista, le pedimos -de todas las maneras posibles- que se relajara de una vez por todas porque su misión entre nosotros ya se había cumplido hacía rato. En el medio hubo tiempo para que pasaran también hijos e hijas políticas, nietos y hasta algunos de sus hermanos. Todos pudieron despedirse. Rezamos todos juntos, volvimos a llorar, volvimos a reír, volvimos a rezar. Nos fundimos todos juntos en una comunión fraternal entrañable que nos hizo sentir más vivos que nunca y que nos obligó a agradecer al cielo el privilegio de tener una familia como la nuestra. Así fue todo el día, en un loop interminable y conmovedor.

Pero todo eso ya era historia. Ya eran más de las once de la noche y mis hermanos se habían ido a sus casas para recargar pilas mientras yo me quedé con mamá para hacer guardia. Los ecos de esa jornada intensa ya se habían disipado y lo único que se escuchaba era la respiración entrecortada del viejo, que seguía luchando como un gladiador sin resignarse a un final que parecía inexorable. Mamá, fundida por el cansancio y el desgaste de ese día gloriosamente extenuante, se dejó caer sobre la cama del acompañante sin dejar de sentir como una daga en el corazón los esfuerzos épicos que hacía el viejo para quedarse con nosotros. Porque el viejo era así: nada lo hacía a medias. Si el tipo creía que había que ir por ese lado, iba por ese lado y no había agotamiento que lo frenara. Y la vieja, una heroína de las que ya casi no existen, se la bancó estoicamente sin despegarse de su lado hasta que el cansancio la venció y cayó en un sueño profundo como nunca antes, como si el Barbas se lo hubiera regalado. 

Mientras mamá dormía el sueño de los justos, me tiré sobre uno de esos silloncitos de hospital que fueron diseñados para que nadie pueda quedarse dormido ahí. Saqué el celular y me puse a escribir, que es mi forma de poner en fila mis patitos emocionales. El silloncito lo había puesto justo frente a la cama donde estaba papá, para poder verlo de cerca y quedé dándole la espalda a la ventana que da al estacionamiento. El tiempo parecía suspendido en el aire mientras le clavaba los pulgares al celular tallando frases sueltas e inconexas. 

Lo que pasó en el instante siguiente no creo que pueda reflejarlo en estas líneas que siguen pero voy a hacer el intento.

Fue como una corriente de aire fresco que pasó por atrás mío como una exhalación, acompañada de un silbido que no sé si fue real pero que yo escuché con una claridad asombrosa. Un instante antes el viejo había hecho su movimiento de respiración forzada que venía repitiendo cada quince o veinte segundos pero esta vez fue mucho más marcado, como si se tratara de un ahogo repentino que lo tomó por sorpresa. En el mismo momento que yo sentía esa corriente rodeándome por atrás, el viejo lanzó un soplido muy suave y el gesto tenso en su cara se convirtió en un semblante angelical. Ya no hubo más respiraciones forzadas y volví a sentir esa corriente candorosa pero esta vez en sentido contrario hasta perderse en la ventana. 

El silencio que se hizo en ese momento me dio un escalofrío que me hizo saltar del silloncito. El viejo se había ido, no tenía ninguna duda. Me acerqué hasta la cama y le di un beso en la frente. Le agarré la mano a mamá, que tardó un poco en despertarse, y le dije que papá ya descansaba en paz. Mamá se incorporó despacio, sin mostrar ni medio signo de desesperación y lo abrazó fuerte. Le dijo cosas hermosas al oído y yo ya no pude aguantar esa lágrima rebelde que hacía fuerza por liberarse. Lloramos los dos como chicos y nos pusimos a rezar. Una paz indescriptible nos poseyó por completo y así nos quedamos un rato. 

Un regalo haber estado ahí a las doce menos cuarto de la noche del veintinueve de mayo de dos mil veinte. Un privilegio haber sido testigo directo de cómo nos arrancaron al viejo para llevárselo directo al cielo para que pudiera finalmente descansar en paz. Voy a tardar en decodificar por qué me tocó a mí estar ahí en ese momento y, mientras tanto, haré mis mejores esfuerzos para honrar la vida y agradecer infinitamente el don de haber tenido un papá como el que me tocó.

1 comentario:

  1. Genial relato. Hace llorar, y agradecer a Dios por los ejemplos que pone en nuestro camino.
    Gracias Juampi: abrazo enorme

    ResponderBorrar