Un estratega de la vida



En el año noventa y siete viajé a Estados Unidos para hacer un curso en Boston. Antes de arrancar los estudios, estuve casi un mes en Nueva York con un amigo, parando en la casa de una hermana suya que vivía allá y se había venido para Argentina.

Promediando la estadía en NY, me fui un fin de semana a conocer Washington y, como no tenía un mango, reservé tres noches en una pensión que algún conocido de algún conocido de algún conocido dijo que estaba relativamente bien. La reservé por teléfono porque en esa época internet no era lo que es ahora y no tenía forma de mirar fotos o leer comentarios con experiencias de otros clientes. Cuestión que caí a una pensión en los suburbios de Washington y terminé en una habitación de no más de diez metros cuadrados, mixta y con tres cuchetas para amontonar nueve personas en total. Estaba en plan de aventura así que mucho no me importó.

Al día siguiente que llegué, River jugaba la final de la Supercopa sudamericana. Mi viejo por ese entonces ya laburaba en Torneos y Competencias, y por eso me fui hasta un teléfono público y lo llamé para pedirle que por favor me averiguara en qué lugar de Washington lo transmitían porque no me lo quería perder por nada del mundo. La respuesta del viejo, después de escasos segundos de pensarlo, fue breve y en un tono de absoluta seguridad: “Hablá con José P. Él vive allá y te va a saber decir”. 

Corté con el viejo y ahí nomás lo llamé a José P, que me atendió muy amablemente y me preguntó dónde estaba parando. Ni me acordaba el nombre del boliche pero sí le pasé las coordenadas. Su respuesta fue terminante: “metete ya mismo adentro de la pensión y mañana a primera hora te venís para casa. Ni se te ocurra andar por la calle a esta hora”. Anoté la dirección y me metí. Recién ahí supe que estaba parando en una de las zonas más peligrosas de Washington. 

Esa noche la pasé en el tercer piso de una de las cuchetas, abrazado a mi mochila y sin pegar un ojo. A la mañana siguiente, después de una ducha helada en una bañadera con una especie de chimpancé que parecía emerger del desagüe, agarré mis petates y disparé para la casa de José P.  El tipo me recibió con los brazos abiertos, me contó sobre las mil y una aventura que había compartido con mi viejo y me acomodó en el cuarto de huéspedes. Le conté un poco sobre mi vida y ahí nomás le tiré el temita que traía atravesado: “Por favor decime dónde pasan el partido de River”. José me miró con un signo de interrogación gigante en la cara y respondió seco: “no tengo ni idea, odio el fútbol”. 

Obviamente no vi el partido pero lo que siguió fue una experiencia que recuerdo con mucho cariño. Tuve que cambiar el pasaje de vuelta porque terminé quedándome como diez días en la casa de José, que con su mujer me atendieron como un rey, me acompañaron a todas las atracciones turísticas y me alimentaron como si fuera Hansel. Anfitriones de lujo. 

¿Por qué el viejo me mandó a preguntarle lo del partido de River a alguien que tenía menos fútbol que Utilísima Satelital? Simple: José era un íntimo amigo y papá sabía que si lo llamaba, sin importar el motivo, el tipo me iba a invitar a quedarme en su casa. Así era el viejo y su enorme capacidad de poner su mente de ingeniero y estratega para facilitarles la vida a los demás. Sobre todo a nosotros, sus hijos. Un abrazo entrañable, viejito querido.

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