Todavía huele a biela fundida



No hizo falta ubicar en el mapa el lugar exacto del siniestro. Lo reconocí enseguida apenas pasé y terminé de confirmarlo porque el ambiente todavía huele a biela fundida. Aunque hayan pasado más de quince años de aquel dieciocho de enero soleado en este rincón sublime de la Patagonia argentina.

Las de aquel verano habían sido unas vacaciones del carajo en San Martin de los Andes y ya pegábamos la vuelta a casa con un bronceado parejo y el espíritu totalmente renovado. Pero no habíamos hecho ni cincuenta kilómetros cuando el Duna, que hasta entonces había sido un infatigable compañero de ruta, se clavó en seco con un estruendo diabólico y nos mostró que la verdadera aventura arrancaba en ese preciso instante.

El Duna había muerto. Nunca antes nos había dejado a gamba y eligió hacerlo en el medio de la nada misma, sin señal de celular y con todos los bártulos encima. Para mí fue premeditado porque hacía tiempo que nos habíamos malacostumbrado a su eficiencia sumisa y ya no le hacíamos mimos como lavarlo seguido o sacarle las migas de bizcochuelo que se acumulaban debajo de los asientos.

Decidir qué hacer no fue fácil: Trini estaba embarazada de Juan Cruz, Flopi tenía cuatro años y Titi dos. Cualquier opción era chota porque no me copaba rajar a buscar ayuda y dejarlas solas ni quedarme yo haciendo guardia y que se fueran ellas. Pero algo teníamos que hacer así que fuimos por la segunda opción.

Nos pusimos a hacer dedo con bastante timidez porque escaneábamos a los ocupantes de cada auto que pasaba, por lo menos para descartar alguno con cara de asesino serial. Al rato dimos con una parejita joven, con pinta de buena gente, y decidimos confiar. Se subieron las tres al auto de los tórtolos y partieron en busca de ayuda mientras yo me quedé cortando clavos.

Fueron seis horas que a mí se me hicieron días. Por momentos me distraje con un libro de Grisham, que alternaba con un juego apasionante que consistía en tirarle piedras a una rama atascada en el lago, imaginando que era un barco peronista al que había que hundir por el bien de la humanidad. Tiré trescientas piedras y no le emboqué ninguna porque a estos hijos de puta no les entran las balas nunca.

El momento Rexona fue promediando la espera, cuando un sesenta convertido en casa rodante sin ventanas se paró unos metros más adelante y se bajó una banda de orcos que mamita querida. La barra brava de Riestra era una comunidad de menonitas al lado de estos tipos. Me di por afanado apenas los vi bajar y hasta estuve dispuesto a ayudarlos a cargar mis petates en el bondi con tal de que no me comieran al escabeche. Pero nada, che. Los muchachos sólo habían bajado a echarse una meada y a estirar las piernas. Con algo de cargo de conciencia, aproveché la desolación para meditar por qué a veces soy medio discriminador y, mientras, seguí tirando piedras con saña tratando de hundir el barco peronista.

Un par de horas después frenó un Taunus inmaculado y se bajó un muchacho con peinado a la gomina que me llamó por mi nombre. Creí que había muerto de embole y que el flaco era un enviado del Barbas que llegaba a tomarme examen a ver qué me tocaba en la otra vida. Pero no. Resultó que Trini, muy piola, había llegado con las chicas a una estación de servicio y escuchó que este cristiano rumbeaba para mi lado, así que le pidió que me dijera que la grúa estaba en camino.

Lo que vino después es lo habitual que le pasa a una familia en vacaciones: la grúa nos llevó hasta la ciudad, un mecánico cazaturistas nos pasó un presupuesto que incluía un par de órganos, dormimos en un hotel con cucarachas atendido por una de ellas, mandamos el auto a Buenos Aires en un transporte de alimentos rezando para que no lo frenara la policía y se encontrara con un auto occiso en lugar de pallets con latas de durazno en almíbar, nos volvimos en un bondi premium porque no había otros pasajes más baratos, Titi lloró las dieciocho horas de viaje porque el chupete había quedado en el auto y casi termino a las piñas con otro pasajero, un desubicado que pretendía dormir y nos chistaba para que calláramos a la nena.

Hermosas vacaciones. Las de hace quince años con la familia a pleno y la de estos días -con mi amigo Javier, mi hijo Jaime y los hijos de Javier- que nos sirvieron para recargar pilas y reencontrarnos con lugares que le dan vida eterna al anecdotario familiar.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario