La venganza es un plato que caliente también está bueno




Ya entramos en una instancia en donde no se piensa en casi nada más que no sea el mundial. Y fue navegando en esa nube de pedos que me acordé de Francia 98. Argentina ya había quedado afuera porque el Burrito Ortega confundió la jeta de Van der Sar con una pelota y le metió un testazo de antología. Y porque, al toque, el Ratón Ayala se atornilló al piso y no pudo hacer nada para evitar la media vuelta de Bergkamp.

Con nuestra selección eliminada, Paraguay jugaba su partido de octavos contra Francia, que corría con la ventaja de jugar de local. Ese día, que cayó fin de semana, mi viejo hizo un asado en casa. Estaba yo con algunos de mis hermanos, un par de primos y dos o tres más que olfatearon de lejos las achuras y se sumaron al convite. El partido arrancaba tipo 3 de la tarde así que calzaba justo para verlo al toque de la barbacoa.

Las hinchadas estaban divididas. De un lado estaban los que querían que Paraguay mordiera el polvo de la derrota, un poco por aquello de mal de muchos consuelo de tontos. Para ese grupo, Chilavert era el blanco preferido de las burlas y las gastadas. Y, del otro lado, los que querían que Paraguay pasara de ronda porque en definitiva son nuestros vecinos y tenemos con ellos mucho más en común que con los franchutes, y porque además tenían en Chilavert a un líder carismático indiscutido. En ese segundo nutrido grupo estaba solamente yo. Nadie más.

El partido fue durísimo para los dos. Muy parejo. Paraguay tuvo sus chances pero la suerte estuvo del otro lado cuando, ya muriéndose el encuentro, Lorent Blanc agarró un rebote en el área y la mandó a guardar. El festejo desenfrenado, desproporcionado y resentido de todos los que me rodeaban me hizo hervir la sangre como nunca y el odio se apoderó de mí casi por completo. No podía entender aquello. La imagen final de Chilavert, de rodillas y derrotado, fue el disparador de una catarata de comentarios desafortunados y fuera de lugar. Media hora después de terminado el partido, yo seguía sentado en mi lugar, craneando la venganza, que llegaría un día después.

Antes de acostarme esa noche, me senté frente a la computadora y las palabras salieron sin descanso. Que la alegría de muchos por la derrota de nuestros hermanos paraguayos era una forma de liberar la impotencia. Que una actitud tan patética sólo podía ser resultado de intentar tapar nuestra propia frustración. Que por más controvertido que fuera, Chilavert era un líder positivo para su selección, un capitán con todas las letras que no tenía a la falopa entre sus pasatiempos preferidos. Y unas cuantas cosas más.

No hubo necesidad de revisar la carta. Se enviaría al diario tal cual había salido en ese tirón de encolerizada inspiración. Pero me guardaba una carta en la manga. Justo antes de poner enviar, decidí meterle un cambio mínimo en la firma. Saqué mi nombre y puse el de mi hermano, que todavía se reía socarronamente cada vez que pasaba a mi lado.

Imposible describir lo que sentí al día siguiente, cuando abrí el diario y vi la carta, publicada en tiempo record porque la había enviado sobre el cierre. Imposible también describir la cara de mi hermano cuando la vio. Y cuando recibió el primer llamado de un amigo. Y cuando lo cargaron por cómo se había dado vuelta en el aire después de haber puteado a Chilavert el día anterior. El pibe no sabía cómo despegarse de la carta.

Imposible olvidar esta anécdota. Sobre todo porque durante estos dieciséis años, cada vez que mi hermano se cruza con un tío nuestro en algún evento social, el tipo lo saluda siempre de la misma manera: “Y Chila, qué contás?”.

Mundial.

3 comentarios:

  1. juajaaa!! es posta el cuento?? mandaste una carta apócrifa?? que delincuenteeee!!

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  2. Dudo que los heramanos paraguayos quieran ahora que nos vaya bien!! jaja genial el cuento

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