Fue más fácil llegar a la luna


A principios de este año me lo juramenté. Antes de que termine 2014 vuelvo a las canchas.

Feo desgarro en el aductor, con dos recaídas, me habían obligado a una hibernación eterna que rozó el límite de lo humanamente soportable para alguien que mira al mundo con ojos más esféricos que lo normal. Y como la promesa que hizo JFK por el año 62 ("antes de que termine la década vamos a llegar a la luna"), la mía también se cumplió sobre la chicharra del plazo comprometido.

Fue con compañeros del laburo. Yo quería un picado terapéutico con nivel y exigencia sólo comparables con un tres contra tres con hijos y sobrinos. Pero en algún momento alguien decodificó mal y la cosa terminó en un desafío de mi sector contra otro. Chicanas por los pasillos durante toda la semana previa y charlas en la maquina de café intentando definir un esquema táctico de un equipo con jugadores que nunca se habían visto las caras adentro de una cancha de fútbol.

El día del desafío invertí cuatro horas en la previa, primero tratando de encontrar los botines en mi casa y después, antes de arrancar, trotando liviano y elongando todos los músculos que conozco.

La excesiva preparación, fruto de una alteración del ánimo que produce angustia ante un peligro o un eventual perjuicio (concepto comúnmente conocido como cagazo), no hizo más que generar en mi organismo algunos cambios repentinos que denotaban un estado físico tal vez no del todo alineado con el compromiso que tenía frente a mis narices. Mis compañeros me preguntaban si estaba bien y yo levantaba el pulgar mientras respiraba profundo y dosificaba la salida del aire para que no fuera tan evidente que en ese momento habría dado mi reino por un pulmotor.

Nuestro equipo no tenía un arquero natural. Cuando hicimos la rondita previa, todos se autodefinieron como "defensores aguerridos" o "rústicos voluntariosos". Un golpe duro a cualquier aspiración de ganarle a unos flacos que en ese momento entrenaban en el otro arco deslizándose en el aire como gacelas y tirando algunos lujos como si fueran jugadores de la play.

Me ofrecí entonces para ir al arco. De arranque nadie se opuso, pero cuando en dos llegadas me hicieron dos goles sin que llegara siquiera a tocar la pelota, muy gentilmente me preguntaron si no quería mejor correr un poco y dejarle el puesto a alguien con manos.

Cuestión que me mandaron arriba porque logré que creyeran que la momia que tenían antes sus ojos, alguna vez fue goleador de un torneo. En el primer tiempo toqué la bola cinco veces y una fue gol. Promedio más que suficiente. En el segundo tiempo la cosa se puso peluda. Las gambas ya casi no respondían y en un momento dos pitufos se me prendieron a las pantorrillas y ya no corrí más.

Como no teníamos suplentes, tuve que volver al arco. Para mis compañeros era eso o jugar con uno menos. Después de meditarlo un rato, decidieron darme una oportunidad y me tiraron de vuelta los guantes. Lo mal que hicieron, porque en esos cinco minutos finales me clavaron dos pepas y lo que era una derrota digna (tipo Los Pumas en casi todos sus partidos), terminó siendo un 6 a 2 abajo que en los libros de estadísticas es un muerto difícil de levantar.

La euforia por no resentirme del desgarro era lo único que, literalmente, me mantenía en pie. De todas formas la sentencia final la tiró el encargado de las encomiendas. Un viejo lobo futbolero con pinta de entrenador eterno del ascenso, que había visto todo el partido desde atrás del alambrado. El tipo me cruzó al día siguiente y me invitó a acercarme haciéndome el típico gestito con el dedo índice. El viejo miró para los dos lados, como si me estuviera por revelar algo que nadie podía escuchar, y me dijo bien pausado:

- Vos tenes algo del Bichi Fuertes HOY...

Remarcó con tanta vehemencia la palabra HOY, que no escuché nada más de lo que dijo.

Siempre le tuve cariño al Bichi Fuertes. Un gran tipo afuera de la cancha y un oportunista del gol cuando jugaba. Y eso fue hace unos cuantos años.

Feliz año nuevo para todos!

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